«Al despertar Gregorio Samsa una mañana, tras un sueño intranquilo, econtróse en su cama convertido en un monstruoso insecto. Hallábase echado sobre el duro caparazón de su espalda y, al alzar un poco la cabeza, vio la figura convexa de su vientre oscuro, surcado por curvadas callosidades, cuya prominencia apenas si podía aguantar la colcha, que estaba visiblemente a punto de escurrirse hasta el suelo. Innumerables patas, lamentablemente escuálidas en comparación con el grosor ordinario de sus piernas, ofrecían a sus ojos el espectáculo de una agitación sin consistencia».
Si hay un arranque inquietante en la historia de la literatura universal es, sin duda, este. Así nace La metamorfosis, el relato del indomable Franz Kafka. Sostiene Gabriel García Márquez que, cuando leyó estas páginas en una pensión de no recuerdo qué ciudad, descubrió que el tono de Kafka era más o menos el mismo que empleaba su abuela para contar las legendarias y disparatadas historias de la familia. De ese mezcla de Kafka y la abuela surgió el llamado realismo mágico, del que algo sabemos por aquí, porque un tal Álvaro Cunqueiro ya lo cultivaba antes de que tuviera etiqueta oficial.
En español podemos adentrarnos en este relato abrumador en la versión que trazó Jorge Luis Borges (otro de los grandes entre los grandes) para el sello Seix-Barral, que es la que se cita aquí arriba. Una narración que, sencillamente, te deja sin aliento.
Pisando las adoquinadas calles de Praga y elevando a vista a sus ordenados edificios pensé en Kafka y en la importante influencia del entorno en la obra de un escritor. Cada ventana en cada planta expresaba una escala jerárquica. A mayor rango, mas adorno filigrana y boato, en el piso superior, propiedad de alguien de condición más humilde se simplifica el ornamento. Todo ello conviviendo en aparente armonía dentro del mismo edificio. Los puentes, las calles empedradas, las iglesias, las recoletas plazas, cada una para una clase social, cada una en su sitio. El hombre no puede usar su inteligencia para escapar a ese orden inexorable y su único destino es la resignación asumiendo mansamente la alienación. Allí comprendí esa pulsión o ansia de escapar al orden establecido de las cosas, de la burocracia, del estado, del control religioso y paterno, del destino que nos tienen marcado.
Kafka es coetáneo de la corriente dadaísta de la que Tristan Tzara -figura central del movimiento- decía que los dadaístas eran libres y no compartían ningún dogma, simplemente compartían una sensación de asco. (Que en aquellos jóvenes artistas provocara la confrontación del catorce). La ensoñación se hace iconoclasta y con una actitud nihilista se revela contra la realidad y a todo principio de autoridad. Quizás el sustrato del realismo mágico este abonado por este asco que ahora podría volver a estar de actualidad.
Pienso que no es poca la gente que siente un profundo «asco» frente a la situación mundial que vivimos actualmente. No es una época buena, ciertamente, pero tal vez esto sea también una prueba para nuestra capacidad de vida y de pensamiento. Volver a ese «asco» primordial, para pensar y para vivir
Prometeo, la verdad es que tus comentarios forman un auténtico blog dentro del blog. Como bien dijo Paco, son un lujo. Un abrazo.
Tus palabras son un honor inmerecido, sobre todo por venir de quien vienen. Yo solo soy un espontáneo. El pasado miércoles me prometieron presentarnos. Espero que sea pronto.