Es una estampa clásica. Una barricada. Contenedores en llamas. Un encapuchado intercambia golpes con un policía. Uno de ellos representa los intereses de las élites económicas y sociales; y el otro, en cambio, lucha como buenamente puede por los derechos de la clase trabajadora. Si la fotografía es en blanco y negro y está fechada, pongamos por caso, en los últimos años del franquismo, está claro el reparto de papeles: el obrero reclama justicia y democracia y el gris empuña su porra para defender la continuidad de la dictadura.
Pero si la imagen, es un suponer, la toma Albert Gea la madrugada del 16 de octubre del 2017 en el paseo de Gracia, tenemos que enfocar muy bien para discernir. Los Mossos d’Esquadra cargan contra un grupo de jóvenes airados y embozados que arrojan vallas, bengalas, piedras y botellas contra los policías en señal de protesta por la sentencia del Tribunal Supremo. ¿Quién representa ahora a la clase trabajadora y quién a las élites sociales, económicas y políticas de Cataluña? ¿Quién es el hijo de obreros del extrarradio y quién es el cachorro mimado entre los opulentos pechos de la pijoprogresía barcelonesa? ¿Quién vive en un piso de protección oficial en Badia del Vallés y quién vegeta en el ático de lujo de papi y mami en Pedralbes?
Lo que demuestra el relato de los hechos probados de la sentencia de Manuel Marchena es que, en septiembre y octubre del 2017, un selecto grupo de representantes de la Cataluña acomodada intentó dinamitar la Constitución y el Estatuto de autonomía y sustituirlos por las llamadas leyes de desconexión para poner en marcha una república confeccionada a su medida en la que pudiesen conservar y multiplicar los inmensos privilegios de los que ya gozaban los integrantes de esa casta de revolucionarios business class.
De los hechos probados también se concluye que la operación buscaba vender a la ciudadanía catalana esa «ensoñación» (sic) para que, una vez puesto patas arriba el edificio legal, el Gobierno tuviese que arrodillarse y aceptar cualquier exigencia de los codiciosos sediciosos.
Los retoños de la kale borroka trasplantada ahora de Euskadi a Cataluña no son, por tanto, los cándidos defensores de ningún derecho a decidir nada, ni el denominado tsunami merece su apellido democrático, porque es un simple tsunami en busca del caos. Un caos organizado por el mismo que alienta a desobedecer y a apretar desde su confortable despacho en Sant Jaume para que doblegue al Estado igualitario y permita crear una seudodemocracia en la que sólo una parte de la población, la que comulga con las tesis independentistas, imponga a sus conciudadanos un régimen supremacista y excluyente en el que las clases acomodadas lo sean todavía más tras librarse de la carga de charnegos, inmigrantes y otros seres infrahumanos.
Esto, al menos desde Chesterton, se llama rebelión de los ricos. Y para sofocarla sólo existe una herramienta eficaz: el Estado de derecho. Porque, en contra de lo que piensan algunos tibios equidistantes, en los países democráticos las leyes protegen a los débiles. Los poderosos, con democracia o sin ella, siempre saben defenderse solitos. Y, cuando no les apetece mancharse las manos, envían al servicio a las barricadas para que hagan el trabajo sucio.
Así que, tras 40 años de Constitución, debería empezar a estar claro de qué lado de la foto hay que ponerse si uno está de verdad con los desheredados y no con los hereus.