Miguel Delibes, el gran cronista de Castilla, se nos ha ido a los cielos de su tierra ocre, llenos de perdices rojas y de nubes delgadas, elegantes y austeras como su prosa (y como el autor, claro). Hace sólo unos meses, con la excusa de la publicación de dos tomos de sus imbatibles Obras Completas, hablábamos por aquí de la epopeya de lo minúsculo. Ahora no sabría qué añadir de nuevo a aquellas líneas, así que me remito a los excelentes textos que han escrito hoy en La Voz Enrique Clemente, César Casal y Paco Sánchez sobre el último gran clásico de la literatura española.
Y me limito, por último, a reproducir el inicio de Las ratas, trazada, como todas sus novelas, en un idioma formidable, que probablemente dentro de una década ya sólo exista en los libros, y que los lectores, disfrazados de arqueólogos, tendremos que rastrear en bibliotecas y diccionarios. Pero ya me callo, porque, como diría el roedor Firmin, va a hablar uno de los grandes:
«Poco después de amanecer, el Nini se asomó a la boca de la cueva y contempló la nube de cuervos reunidos en consejo. Los tres chopos desmochados de la ribera cubiertos de pajarracos, parecían tres paraguas cerrados con las puntas hacia el cielo. Las tierras bajas de don Antero, el Poderoso, negreaban en la distancia como una extensa tizonera.
La perra se enredó en las piernas del niño y él le acarició el lomo a contrapelo, con el sucio pie desnudo, sin mirarla; luego bostezó, estiró los brazos y levantó los ojos al lejano cielo arrasado:
-El tiempo se pone de helada, Fa. El domingo iremos a cazar ratas -dijo.».
(Las ratas, Ediciones Destino, 1962)
Ilustración: «Miguel Delibes con milano en el hombro», de Pablo Gallo.
Se nos fue un tipo genial, magistral, con perdón del resto de los grandes, irrepetible..