La Voz de Galicia
Navegar es necesario, vivir no es necesario (Pompeyo)
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«Algunas amanecidas Azarías se despertaba flojo y como desfibrado, como si durante la noche alguien le hubiera sacado el esqueleto, y esos días no rascaba los aseladeros, ni disponía la comida para los perros, ni aseaba el tabuco del búho, sino que salía al campo y se acostaba a la abrigada de los zahurdones o entre la torvisca y, si acaso picaba el sol, pues a la sombra del madroño». Así se las gasta Miguel Delibes (Valladolid, 1920) en las páginas de Los santos inocentes, un título que navega, sin mayores fanfarrias, por la estratosfera de la literatura española y que abre ahora el cuarto volumen de sus Obras completas. Una edición dirigida por Ramón García Domínguez y que publican Círculo de Lectores-Galaxia Gutenberg y su casa de siempre, Destino, porque también en esto el autor ha permanecido fiel a sí mismo y a las insobornables coordenadas de la autenticidad.

Esta cuarta entrega de su narrativa reúne las obras publicadas entre 1981 y 1998, es decir, entre Los santos inocentes y El hereje, dos de sus logros máximos, tal y como confiesa el propio Delibes, que considera estas dos novelas y Viejas historias de Castilla la Vieja (su favorito) como lo mejor de su prosa. Entre ambas cimas se suceden piezas teóricamente secundarias, pero en realidad narraciones incontestables: Cartas de amor de un sexagenario voluptuoso, El tesoro, Madera de héroe y Señora de rojo sobre fondo gris, títulos en los que hallamos ciertos rastros autobiográficos, siempre muy matizados por un autor pudoroso y poco dado a alardes de exhibicionismo. A estas piezas se añade como apéndice el relato La milana, del que nació Los santos inocentes.

 

Como subraya Francisco Umbral en su fulminante Diccionario de literatura (donde, por cierto, la de Delibes es una de las contadas cabezas que Umbral deja sobre los hombros de su propietario): «Miguel en sus libros habla poco de hidalgos o de escudos, sino que le interesa el obrero, el campesino, el profesional de la otoñada, el hijo de la espiga». Y ciertamente en este puñado de novelas nos damos de bruces con esa prosa de la gente corriente.

El autor demuestra un amor inagotable por sus personajes, por unas vidas aparentemente minúsculas que en sus manos se transforman en auténticas epopeyas. Porque Delibes, tocado con el escurridizo don de la claridad, escribe siempre de Valladolid y de Castilla la Vieja (incluso cuando, como en Los santos inocentes, traslada su decorado a Extremadura), pero de lo que escribe a fin de cuentas es de dos o tres verdades universales e irrenunciables que sus personajes —perdedores como el Cipriano de El hereje o ese Azarías al que ya siempre pondremos el rostro desdentado de Paco Rabal— han aprendido a palos. Delibes, caminante incansable de las calles de Valladolid y de las llanuras de Castilla, sabe bien lo que es pisar la realidad: literal y literariamente. En su caso el realismo no reduce, sino que agiganta lo real con su mirada.

Y de sus infinitas caminatas por tierras de Castilla trata el quinto volumen de las Obras completas: El cazador, en el que se recopilan ocho libros y dos escritos sobre caza y pesca publicados entre 1963 y 1996. El tomo, que aparece precedido de un extraordinario y emotivo prólogo de su hijo Germán, da cuenta del ideal de caza del literato: «hombre libre contra pieza libre sobre tierra libre», un lema que las leyes y el tiempo se encargaron de hacer imposible. Para quienes se resisten a comprender el profundo ecologismo del Delibes cazador es más que recomendable la lectura del texto Las tablas de Daimiel, recogido en La caza en España. El novelista ya anticipa, en 1972, la transformación del humedal en el secarral que es hoy en día debido a esa costumbre tan arraigadamente española de confundir progreso con aniquilación del entorno.

*Publicado hoy en el suplemento Culturas de La Voz de Galicia