La Voz de Galicia
Navegar es necesario, vivir no es necesario (Pompeyo)
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Una de las corrientes subterráneas que atraviesa sin redención la biografía de América —tal vez la de cualquier país— es la violencia. Esa violencia fundacional, sobre la que se alzaron las fronteras de Estados Unidos, y que parece empapar la atmósfera del continente desde la época de las grandes migraciones al Oeste hasta nuestros agitados días. Una de las más agudas indagadoras de esa constelación de violencias, que parece hallarse encriptada en el código genético de su nación, es la escritora Joyce Carol Oates (Lockport, Nueva York, 1938), capaz de adentrarse sin miramientos en ese universo convulso, siempre al borde de la de la erupción, en el que hasta el propio paisaje se contagia de esas raíces estremecidas por el caos: «Si ibas en coche por las zonas rurales al norte de la ciudad —las estribaciones de los montes Adirondack—, veías los restos de antiguos glaciares en su lenta violencia, lo que hacía que el paisaje rocoso se retorciera como algo obligado a pasar por una trituradora de carne» (página 27).
Ese es el oxígeno que se respira en el entorno de Sparta, estado de Nueva York, la población imaginaria y asfixiante a la que regresa Oates en su novela número 57, Ave del paraíso, publicada ahora en castellano por Alfaguara. Por supuesto, el único paraíso que se vislumbra en las 500 páginas de la obra es el de la canción (Little Bird of Heaven, de los Reeltime Travelers) de la que toma su título, porque lo que abunda en este denso relato son precisamente los reversos del cielo, esos infiernos cotidianos que a veces se desploman sobre nuestras cabezas por un golpe de azar y que en otras ocasiones somos nosotros mismos quienes nos empeñamos en construir piedra a piedra con nuestras propias manos.
De esas miserias existenciales se nutre el cosmos de Oates en esta Ave del paraíso, que arranca con aires de novela policíaca tras el asesinato, en febrero de 1983, de Zoe Kruller, camarera y cantante de bluegrass, y evoluciona luego, como ya se ha apuntado, a una cruda travesía por esas violencias a pequeña o gran escala con las que convivimos a diario y que en lugares como Sparta pueden desatarse con sorprendente facilidad. Los dos principales sospechosos del crimen son su amante, Eddy Diehl, y su marido, Delray Kruller. Y serán precisamente la hija de Diehl, Krista, y el hijo de Zoe y Delray, Aaron, quienes tomen la palabra para contarnos, con su torturada voz adolescente, los acontecimientos que rodearon el asesinato.
Al igual que la narrativa de su compatriota Richard Ford, la prosa de Joyce Carol Oates consigue desmenuzar con extremada astucia esas vidas corrientes de la América real, esas existencias mediocres de tipos cosidos a navajazos, perdedores como Eddy Diehl, que a pesar de los golpes recibidos sobreviven con media sonrisa en la cara mientras puedan subirse a un Cadillac Seville 1976 recién lustrado y dar una vuelta a orillas del Black River. Y es en esos retratos de seres a la deriva donde la mirada de Oates se revela implacable. Como un taladro.