La Voz de Galicia
Navegar es necesario, vivir no es necesario (Pompeyo)
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Los antiguos coruñeses, a los que se la traía al pairo la curvatura de la Tierra y demás vainas de la física, contaban que si uno se encaramaba a lo alto de la Torre de Hércules en un día despejado y aguzaba la vista podía contemplar los acantilados de Irlanda. Muchos años después Luis Seoane confirmó la teoría, arguyendo que para observar desde el faro milenario lo que uno desea, en ocasiones ni siquiera es necesario abrir los ojos: basta con cerrarlos.

A mí a veces también me da por trepar a la atalaya única de la Torre para ver lo que no percibo a ras de suelo. Con el Nordés inyectándome en la jeta el salitre y los espumarajos del Atlántico, dilato hasta el límite las pupilas de mi cerebro para divisar todas las Irlandas que se han soñado durante siglos desde la terraza de esta linterna de leyenda, que Herculés alzó sobre el cráneo y las tibias de Gerión.

A la cima del gran fanal de Monte Alto, que barre cada noche las sombras del irreductible barrio, uno sube ya con su Irlanda personal e intransferible clavada en las meninges y, al abrir los ojos (o incluso al cerrarlos), unos han avistado, como los viejos coruñeses, la larga bahía de tiza de Dublín y hasta los rompientes de Donegal; otros, como Luis Seoane, una aldea llamada Arca; y algunos han hallado su infancia, semienterrada entre las arenas, los bosques de algas y las caracolas de las Lapas y el Orzán.

Porque la Torre, más que un catalejo al uso, es un enorme microscopio que nos permite escrutar las Irlandas que atesoran nuestras entrañas.