La Voz de Galicia
Navegar es necesario, vivir no es necesario (Pompeyo)
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Esa mañana Aquiles tenía resaca. La noche anterior se había pasado con los martinis en el bar del hotel, donde servían ese cóctel en su punto perfecto de ginebra, exactamente en la proporción exigida, ni un mililitro de más. Se dejó estar veinte minutos bajo el chorro de la ducha helada, se vistió sin demasiadas contemplaciones y bajó a la puerta del Arts, donde lo aguardaba la habitual nube de fotógrafos que luego siguió sus pasos hasta el estadio olímpico de Montjuïc.

La tortuga, sin embargo, llegó fresca y despejada a la cita. Aquiles, todavía envalentonado por los martinis de la víspera, decidió conceder al galápago otros cincuenta metros adicionales a los cien de ventaja previstos por la organización de aquella final de los 400 lisos.

Cuando los espectadores, entusiasmados por el gesto del bravucón Aquiles, se pusieron en pie para jalear con euforia al gran atleta, el héroe se dio cuenta de que para alcanzar a la tortuga primero tenía que recorrer la mitad de la distancia que los separaba, y, después, la mitad de la mitad de esta distancia, y así hasta el infinito. Pero, como descubrió con espanto, los días de su vida y el tiempo de la prueba eran más que finitos, escasos, así que los gritos del público se quedaron en el interior de las gargantas y un silencio abrumador, en lugar de las aclamaciones previstas, saludó a la campeona al cruzar la  meta. La tortuga había ganado.

Aquiles, muy excitado por la derrota, se negó a dar la mano a su rival e incluso a participar en la rueda de prensa posterior. Fue rescatado por su mánager, su jefe de prensa, su agente, su abogado, su entrenador y sus corpulentos guardaespaldas, que se lo llevaron en volandas hasta la limusina blindada. En la pista, la tortuga y su preparador físico, un tal Zenón de Elea, contestaban con una extraña sinceridad a las preguntas de los periodistas.

Aquellla misma noche, el móvil de Aquiles se quedó sin batería tras recibir las sucesivas llamadas de su novia y sus patrocinadores, que rompieron con el héroe con la misma facilidad con la que habían entrado en su elitista existencia. El atleta tiró el aparato por la ventana (sin molestarse en abrirla previamente) y se sirvió otro martini. Pero, antes de alzar la copa hasta sus labios, le asaltó la duda de si la mano podría recorrer siquiera la mitad de aquella distancia. Zenón sonreía entre los flashes en la imagen que escupía el televisor.