Con la muerte de Sydney Pollack hemos escuchado, una vez más, una de esas letanías que primero se atrincheran en las tertulias de radio y televisión y que luego se reproducen, a la velocidad de los roedores, en los mentideros habituales de esta sociedad ultramediática: «Sydney Pollack ha muerto tras una larga enfermedad». Porque la gente, en este planeta tipo Disneylandia, ya no la palma de cáncer, no, hombre, no, qué falta de tacto, aquí la peña, como mucho, estira la pata «tras una larga enfermedad», que es algo mucho más discreto y no molesta a nadie, nadie se siente ofendido por que le recuerden la evidencia de que la ruleta gira y gira y a veces se para en la maldita casilla.
Sydney Pollack, escuchamos en todas partes, se fue al otro barrio «tras una larga enfermedad», aunque, paradójicamente, tampoco fue tan larga, porque resulta que el cáncer, perdón, la larga enfermedad, se lo llevó apenas nueve meses después del diagnóstico.
Parece como si el difunto, además de dejarse aquí esos pequeños sorbos de felicidad que dan sentido a la existencia, encima nos tuviera que pedir perdón por no haber muerto de algo más asumible, yo qué sé, por ejemplo, estampado contra una cuneta, como W. G. Sebald, quien, como se insiste mucho en las solapas de sus libros, la espichó en un accidente de tráfico, como si eso tuviera la menor importancia a la hora de leer Austerlitz. Se ve que la carretera, o un buen sidazo, dan caché al literato y el tumor, en cambio, no mola nada en las solapas.
En el fondo lo que demuestra esta parida de la «larga enfermedad» es un estéril empeño en negar la realidad, que es muy tozuda y siempre acaba enseñando las zarpas. Nos creemos que jugando a esta nueva forma de ocultismo, que consiste en esconder bajo la alfombra todo aquello que no nos gusta, como la patología de marras, vamos a borrarlo para siempre de la superficie de la Tierra. Como si el hecho de no nombrar las cosas bastase para aniquilarlas. Sería muy bonito, pero la vida, qué le vamos a hacer, es algo más que un eufemismo. Y a veces, para paladearla hasta la última gota, incluso ayuda llamar a las cosas por su nombre.
P.S. No hay que perderse lo que han escrito sobre Pollack en sus blogs César Casal y Antía Díaz, dos peliculeros de cuerpo entero.
Los mitos no pueden morir de cáncer, tienen que morir tras «una larga enfermedad», que queda mejor o políticamente correcto…, en fin, así es el mundo de la farándula en el que estamos inmersos.
Saludos!
Ciertamente, en esta sociedad del todo vale y el buenrollismo radical, parece que ciertas palabras o actitudes no tienen cabida. No sé que escritor francés, en su lecho de muerte, rodeado de una inmensa librería, en un momento de lucidez exclamó algo así refiriéndose a los libros: «¡Todo esto no vale nada en comparación con un buen culo!»
Un saludo.
Estoy muy de acuerdo con este artículo. Morir de cáncer es algo habitual, normal, y decir eso es un tanto absurdo. Creo que ya es un latiguillo, pero latiguillo, a la postre, sin sentido. Hay que nombrar las cosas por su nombre
Los periodistas siempre tenemos los latiguillos pisándonos los talones. Hay que intentar correr más que ellos.