La Voz de Galicia
Escritos de Galicia y resto del planeta
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Castillo de Soutomaior. Uno está mal acostumbrado. Siempre sueña con una Galicia con un turismo de calidad en un entorno de calidad. Y en mis varios miles de textos publicados en estos 42 años de profesión así se ve, antes y ahora. Por eso me sigo emocionando cuando veo un producto turístico que encaja en mi concepción. Como el castillo de Soutomaior, impresionante fortaleza pero impresionante también el proyecto de musealización, realzado por un gran parque y unos jardines pequeños pero muy bien cuidados. Todo ello es obra de la Diputación de Pontevedra y, aunque sé que alguno ya me colocará el sambenito político, consecuencia también del interés de su presidente, Rafael Louzán. En esa defensa del patrimonio y del senderismo coincidimos el ciudadano Louzán y yo.

Súmesele a lo anterior que el antiguo sanatorio de muy de principios del siglo XX es una pousada, y que a la entrada de todo el recinto abre sus puertas un bar.

Y réstesele. Porque hay que restar.

Resulta que llegué a dos menos diez. La familia en pleno armada de bocadillos y bebidas. Yo ignoraba que el castillo se cerraba a las dos y se abría a las cuatro, sin comentarios. Pero lo que ignoraba también es que en ese espacio de tiempo o uno está alojado en la pousada o queda prohibido quedarse allí. Y lo que es peor: se cierra la verja exterior. Por emplear un lenguaje coloquial, aluciné.

En primer lugar, no se pueden prestar servicios turísticos a ritmo funcionarial y menos en tiempos en los que hay que disputarse con pacífica saña cada viajero y cada turista (conste: las personas que atienden el castillo, policía municipal incluido, son encantadoras). En segundo lugar, es de otra galaxia -o del siglo XIX- que uno tenga que salir y esperar dos horas en el bar o en el coche teniendo un parque público con bancos y sombra excelente para el pic nic, como en cualquier lugar similar de Europa. En tercer lugar, desobedecí y me quedé, y los cinco comimos nuestros bocadillos sin molestar a nadie porque nadie había.

El único problema fue cuando me acerqué a la pousada para pedir una cucharilla para Antón. Una ciudadana abrió el grifo de agua fría de la realidad: profundamente descortés, me recordó con dura dialéctica que el castillo estaba cerrado, puso todos los peros del mundo y no me echó porque sencillamente me planté. Más tarde, con el castillo abierto y yo dentro de él, volvió a aparecer para colocar en el jardín sillas destinadas a una boda y ni siquiera dijo hola. O sea, para resumir, con independencia de que tuviera razón según el funcionarial reglamento que creo que o sea cambia o habrá que convocar una quedada a las dos de la tarde cualquier día estival de estos, una persona que espanta a los turistas. Así no se le habla a nadie, porque al turista hay que mimarlo, sonreírle y decirle las cosas con el por favor y gracias en la boca.

Yo espero que esa ciudadana no tenga entre sus misiones atender al público. Porque así nos va, y en plena crisis.