La Voz de Galicia
Escritos de Galicia y resto del planeta
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Santiago de Compostela. Ni lluvia ni nada. Los galeses y los escoceses se ponen un impermeable, un gorro y unas botas, y a andar. Algunos incluso con paraguas adosado. Quizás se mojen o el viento les dé alguna que otra bofetada en la cara, pero se airean, descubren el país y, al llegar a casa, encienden la chimenea, se preparan un té, bajan las fotos al ordenador, charlan un rato y cenan bien temprano, que mañana es lunes.

Y yo he hecho lo mismo. He liado a Coro y a mi (nuestro) hijo y nos fuimos a ese sitio del que tan orgullosos estamos los gallegos pero que visitamos poco: el casco viejo de Santiago. Ahí al lado. Una joya. Inevitable encontrarse con alguien y, tras saludar a una amiga de Congostro («¡Nin se te ocorra mencionarme no teu blog, que te coñezo!»), ese alguien fueron Telmo, Bea y los chicos, Rebeca y Daniel. Grato encuentro, por cierto, así que anduvimos por aquí y por allá y acabamos en ese bar-santuario que es O Gato Negro, en plena Raíña, con Manolo al frente después de que lo tuviera muchos años su suegro.

O Gato Negro lo conocí en 1971, recién llegado a Santiago en calidad de estudiante algo despistado y con la policía de la dictadura zurrando a diestro y siniestro. O Gato Negro era refugio seguro: en otros muchos bares los grises no tenían el menor reparo en entrar y pegar y/o detener. Política de terror, batallitas del abuelo. En O Gato Negro, de que yo sepa, jamás pusieron un pie, a pesar de que eran conocedores (o justo por eso mismo) de que ahí tomaban las tazas venerables personajes de la oposición en los años 30, represaliados varios y otra gente de fiar.

En medio de los recuerdos pedimos la consabida jarra, las tazas, algo más para el resto de la tropa y una bandeja de cigalas. Podíamos habernos inclinado por las almejas, la empanada o los chicharrones, era igual, porque el resultado iba a ser el mismo: cocina tradicional pura, buen género, ese espíritu de los bares gallegos que se ha ido perdiendo en la última década a marchas agigantadas. Un precio aceptable es el remate final. «Oes, Manolo, nin penses en cambiar as pedras do chan, nin o mostrador, nin nada». «Non teñas medo».

A pesar del impermeable, el gorro, las botas y el paraguas nos hemos mojado y el viento nos dio alguna bofetada que otra en la cara. Con los pantalones algo más que húmedos llegamos a casa tras habernos aireado y encendimos la chimenea, Coro está preparando el té, el chico va por libre y yo escribo este post con el grato recuerdo del largo rato pasado en O Gato Negro.

Mañana es lunes. Y que usted y yo lo veamos.