La Voz de Galicia
Navegar es necesario, vivir no es necesario (Pompeyo)
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O noso Gagarin

Para os que pretendan ir vivindo da escritura en Galicia (no xornal, nos libros ou nas volátiles pantallas) ler a Álvaro Cunqueiro é unha humillación. Porque mentres el, xa sexa na crónica periodística ou na alta poesía, camiña por galaxias que nin sequera sabiamos que existían, o resto, desde as catacumbas da prosa diaria, tratamos de manter a respiración e achegarnos á súa sombra, a ver se nos contaxiamos algo do seu idioma, da súa irrepetible música verbal, e tamén podemos xuntar de cando en vez palabras que nunca antes estiveran xuntas.
Hai algo (ou moito) do propio Cunqueiro no Sinbad maduro, porque tamén nesta prosa de ledicia case insoportable o autor regresa ás súas illas, ao seu Mondoñedo, ao seu Vigo, ás súas cousas, de volta de navegar os sete mares da literatura universal.
O galego pasou por Cunqueiro, polo seu Sinbad de barbas mestas, e xa non volveu … Seguir leyendo

De los rayos cósmicos al laberinto literario

Amaba los números y su cartografía exacta de las cosas, pero también le fascinaba el tenebroso caos que reina en la mente humana. Ernesto Sábato, que cumpliría cien años el próximo 24 de junio, hizo literatura hasta con la toponimia de su vida: nació en Rojas y murió en Santos Lugares (siempre en la órbita de Buenos Aires). Primero trató de comprender el universo a través de la física y se dejó las pestañas indagando los secretos de los rayos cósmicos en los laboratorios del Instituto Curie de París y del MIT. En 1939, al borde de la Segunda Guerra Mundial, París ya no era una fiesta, pero sí era un hervidero de creadores, revolucionarios y bohemios, que reinventaban el mundo en las madrugadas de las buhardillas. Allí Sábato se contagió del virus surrealista y se conmovieron los cimientos de su cerebro científico, que empezaba a derrapar hacia esas otras … Seguir leyendo

Thoreau, el eremita del lago Walden

El 4 de julio de 1845, mientras sus convencionales y sosainas vecinos de Concord (Massachusetts) se afanaban en celebrar con cohetes y trompeterías la independencia de Estados Unidos, el díscolo Henry David Thoreau recogía sus escasos bártulos y se largaba a vivir a una cabaña a orillas del lago Walden, en una finca que le había prestado —para que viajase hasta el fondo de su soledad— otro de los grandes de la literatura norteamericana: Ralph Waldo Emerson. Entre sus austeros troncos y con el escueto decorado de una mesa y tres sillas («una para la soledad, dos para la amistad y tres para la compañía», dejó escrito) Thoreau caligrafió noche tras noche, a la luz del quinqué y con la tinta de su propia vida, una obra maestra sin fisuras: Walden.
El ensayo, escrito con la brillante y diáfana prosa de la mejor tradición anglosajona de la … Seguir leyendo

Literatura electrónica

Parece una contradicción: «libro electrónico». Uno lee las dos palabrejas y se imagina que al libro le sale un cable del culo que lo conecta a la corriente, como la nevera. Flipamos con esto del libro electrónico como debió de flipar Andrés Segovia cuando le contaron que había una guitarra eléctrica que se enchufaba a un altavoz y se pasaba el Concierto de Aranjuez por los rulos de Jimi Hendrix.

Ahora lo que se estila no es enchufar opositores, sino libros, que pululan por Internet convertidos en ceros y unos, con lo cual ya no se puede dividir la humanidad, como antes, entre los de letras y los de ciencias, porque al final hasta la sagrada Ilíada es una hilera de números. Claro que por mucho que una máquina le dé al bombo del azar y combine cifras y letras a todo filispín, a mil gigas por segundo o … Seguir leyendo

El autor, soberano de su obra

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Vladimir Nabokov era un escritor exquisito, que adoraba la precisión y el proceso de caza de esa palabra exacta que luego él clavaba sobre el papel. El narrador se contagiaba quizás de las manías de su otro yo: el entomólogo que capturaba y clasificaba mariposas mientras los adjetivos todavía revoloteaban en su cerebro, aguardando a que se decantasen sobre el único lugar posible de una frase, de un libro. Nabokov no escribía de un tirón, como Cortázar o Neruda, dos superdotados que derramaban las palabras sobre una página con una asombrosa facilidad. Nabokov trabajaba cada rincón del texto hasta el último aliento. Por eso no entregaba sus títulos a la imprenta hasta que ya los había exprimido al límite.

Por estas y otras razones, el autor dio instrucciones expresas a su esposa para que, si moría sin rematar El original de Laura, el manuscrito fuese destruido. No sucedió … Seguir leyendo