Creo que no soy sospechoso de estar a favor del tabaco. Primero, soy asmático, o sea, que cuando a mis pulmones les da por ponerse cachondos mis bronquios parecen la sección de viento de la Filarmónica de Berlín, lo que pasa es que los pitidos me salen algo más desafinados que a los cachorros de sir Simon Rattle. Por si no fuera razón de peso, hace unos tres años me abrieron el corazón para ponerle una válvula aórtica nueva y, de paso, no sé qué tubo en la aorta, o sea, que a mi entrañable músculo tampoco le sienta bien el humo, vaya. Y, por último, pero más importante que todo lo anterior, no me gusta que me ahumen a la niña, que va para tres años, y tampoco es plan que le soplen nicotina encima.
De acuerdo, por tanto, en la hipótesis inicial de que se rebajen los malos humos (de todo tipo, que los hay invisibles). Pero lo que no soporto son las paridas que surgen alrededor de estas buenas intenciones. Por ejemplo, cuando se organizó en la Biblioteca Nacional de Francia una magna exposición sobre Jean Paul Sartre, en el cartel de la muestra se borró el humeante pitillo de la mano del pensador, con lo que el existencialista se quedó con la mano tonta (ver foto), alicaída, como si quisiera agarrar el ser y la nada.
Otra chorrada en esta misma línea es la planteada ahora por un grupo de médicos británicos, que quieren que las películas en las que se fuma (es decir, todas las grandes de la historia, sin excepción) se cataloguen para mayores de 18 años, ya que entienden que los cigarrillos deben tener el mismo nivel de censura que el sexo y la violencia (que, como todos sabemos, son dos cosas que nunca se ven en las pantallas). Muy bien. Es la consecuencia lógica de elevar lo políticamente correcto a los altares. También podemos vetar los filmes en los que los protagonistas se zurran, cometen adulterio o ventilan vasos whisky de tres en tres; podemos prohibir las películas en las que el séptimo de caballería vapulea a los malvados pieles rojas; y, ya puestos, hasta podemos contar el número de actores y de actrices en el reparto de cada largometraje, para ver que coincidan y dejar contenta a Bibiana Aído y sus paridades. Nos quedará un repertorio algo escueto de imágenes aptas para todos los públicos, qué sé yo, La abeja Maya, Heidi y así. Anda, no, Heidi no, que el abuelito fuma en pipa, el zascandil. De Shin Chan ya ni hablamos, que el padre de los Nohara no fuma, pero le pega fino a las birras.
Vale. Ya paro. Hay un hermoso libro de Guillermo Cabrera Infante, Puro humo, escrito originalmente en inglés, en el que el prosista relata con mimo la estrecha relación entre tabaco y cine, dos de las grandes pasiones del cubano. El título es la traducción de Holy Smoke!, bonito eufemismo que entonaban los actores cuando correspondía soltar un improperio en pantalla. Como bien sabía Cabrera Infante, en el celuloide el humo es sagrado.
Lo más curioso de estas propuestas es cómo equiparan en nivel de prohibición cuestiones tan dispares como el tabaco, la violencia o el sexo. Que a mí tampoco me puede acusar nadie de incitar al humo, ¿pero es equiparable fumar y partirle la cara al enemigo? A este paso, a los niños en el colegio sólo les podrán poner «Blancanieves», que, como todo el mundo sabe, es una película en la que no hay señoras obsesionadas con la belleza intentando asesinar a jóvenes doncellas, ni cazadores dispuestos a meter corazones humanos en cofrecitos, ni venenos en manzanas, ni virginales muchachas que despiertan a la vida con un beso ¡uy! en los labios… Cómo nos gusta ser papanatas.