Me estaba resistiendo a escribir del no de Irlanda al Tratado de Lisboa, pero, en fin, vamos allá. La postura omnipresente en la prensa española es de sorpresa ante el rechazo del acuerdo de los 27 y, un pasito más allá, se acusa a los habitantes de la isla de ser poco menos que unos traidores por negarse a aceptar lo que dicta Bruselas después de haberse embolsado en los últimos años unos 55.000 millones de euros en fondos de cohesión. Según la tesis más extendida, los irlandeses se niegan ahora a ser solidarios con los demás cuando la Europa más rica lleva muchos años regándolos con suculentas subvenciones. Insisto en que lo siento, pero discrepo profundamente.
Primero. Yo no sé exactamente en qué consiste el Tratado de Lisboa, y dudo que alguien que no trabaje a tiempo completo en una oficina de Bruselas lo sepa. Por lo que he leído deduzco que es un paso más en la llamada construcción europea, complejo proceso que quiere dotar de más poder a las instituciones de la UE, pero respetando siempre las intocables soberanías nacionales, que son intocables precisamente porque su legitimidad reside en el voto directo del ciudadano de cada país. Elegimos a los diputados del Congreso e, indirectamente, al presidente del Gobierno de España, pero no elegimos al comisario Almunia, ni a Durao Barroso, ni mucho menos a Trichet, el que nos anda tocando el euríbor un mes sí y otro también. Sí elegimos, es cierto, a los miembros del Parlamento europeo, institución de segunda fila en la que los grandes partidos nacionales aparcan a los dirigentes que se han vuelto incómodos en casa (por ejemplo, en el actual PP, todo apunta a que el revoltoso Mayor Oreja será el candidato). O sea, que lo de la construcción europea es un lío de cuidado, porque en un principio todos los Estados miembros, quizás a excepción del Reino Unido, presumen de boquilla de que son muy europeístas, pero luego, a la hora de la verdad, no me toques mi derecho de veto, ni mis cuotas lácteas, ni mis fondos de cohesión, ni nada.
Segundo. Supongo que Irlanda, como España en general y Galicia en particular, recibió una lluvia de millones de euros porque cumplía los criterios de adjudicación, no porque hiciese una promesa de amor eterno a Bruselas. Por cierto, en Dublín apostaron por dedicar los euros a fomentar la educación y el empleo, mientras aquí se levantaban paseos marítimos hasta en pueblos donde no había mar, con lo que nació el innovador concepto de paseo marítimo de secano.
Tercero, y tal vez lo más importante, el único país de la UE en el que su Gobierno se ha dignado a consultar a sus ciudadanos directamente sobre el Tratado de Lisboa es precisamente Irlanda y, qué casualidad, los contribuyentes han decidido decir que no, para escándalo de los demás gobiernos y de los partidos mayoritarios. Vamos a ver. Si convocamos un referéndum será para dar un par de opciones a los votantes: sí y no. Si solamente nos sirve una de las respuestas, ¿para qué preguntar? Se ratifica por vía parlamentaria, como se va a hacer en España y en los otros 25 países, y listo. Así no hay problemas con la libre voluntad de los ciudadanos que a veces, la verdad, es un poco imprevisible y se sale por peteneras con respuestas extrañas, como este no irlandés al Tratado de Lisboa.
Cuarto. Si al final, independientemente de lo que han decidido libremente los irlandeses, se va a seguir adelante con el proceso, ¿alguien me puede explicar para qué se ha preguntado a los ciudadanos?
Y cinco. Que conste que el menda, que entre 1993 y 1994 fue becario del programa Erasmus en la University College de Dublín, Irlanda, es un europeísta convencido, totalmente a favor de avanzar en la unión política del continente. Sí, a mí también me habría gustado que los inquilinos de Eire hubiesen votado sí a Lisboa. Pero defiendo el derecho de los demás a discrepar de mi opinión, el sacrosanto derecho a votar libremente lo que a uno le dé la gana y por el motivo que a uno le dé le gana. Y, por favor, sólo pido un poquito de coherencia a los políticos, que no nos traten de timar como trileros, porque lo que pasa luego es que los ciudadanos, cabreados, aprovechan cualquier consulta aparentemente insustancial, como este referéndum, para darle una patada en el culo a su Gobierno aunque, desafortunadamente, la patada acaba en un trasero ajeno. En este caso, en las nalgas de Bruselas.