Hay peña de oído finísimo, casi ultrasónico, y peña con pabellón de piedra, que no distingue el Ave María de Schubert del de Bisbal. Con las narices sucede lo mismo. Hay napias obtusas, cegatas, y pituitarias con rayos X, capaces de definir el último matiz de la madera en un copazo de reserva. La nacha sensible, en verano, es una condena, una maldición sin tregua. Porque el narigudo de olfato superheroico entra en un bus urbano, pongamos que al mediodía, y cae en coma irreversible, aniquilado por el retablo de cheirumes macerados por el sol, la falta de ventilación y la orquesta desafinada de las glándulas sudoríparas. El estío, más que la sonata de Valle-Inclán, es una opereta en la que canta el pinrel, sí, pero sobre todo el alerón o axila, que a ciertas horas sube el tono más que una de esas sopranos orondas y de carnes barrocas. ¿Qué fue de aquellos veranos que olían a limones del Caribe, cuando la chavala de Fa alzaba su sobaco inmaculado sobre las olas?