Me libré de la mili por inútil, porque me dijeron los del Ejército lo mismo que a Woody Allen en no sé qué peli: que en caso de guerra solo valdría para prisionero. Yo creo que ni eso, porque lo de las torturas lo llevo chungamente. Podría resistir lo típico: las cerillas ardiendo entre las uñas, unas descargas de miles de voltios en los cataplines o incluso que me enterrasen de cabeza en un hormiguero tipo La marabunta. Tal vez. Pero cuando me vendría abajo sin remedio, antes de que los malos tuviesen que recurrir al hierro de marcar, al maletín del dentista o al pozo y el péndulo de Poe, lo que me haría morder la famosa cápsula de cianuro de los espías, sería que los enemigos, siempre despiadados y escuálidos, qué pavos, me obligasen a tumbarme en una toalla a las tres de la tarde en una playa bien llenita de bañistas, sin gorro, ni camiseta, ni mandangas. Ahí sí que me desmorono y canto La Traviata. Esas sí que son torturas y no las chinas.