El verano es, a su manera, una máquina del tiempo, pero sin el encanto literario de H. G. Wells. A España, sin ir más lejos, la devuelve a las películas de suecas de Esteso y Pajares, o incluso a las de Paco Martínez Soria, que siempre llegaba del pueblo en plena canícula, sudando la gota gorda y flipando con las minifaldas salerosas que se gastaban las madrileñas para no pasar calor. Porque eso, un largometraje rancio, casposo y trasnochado es el verano cañí y sus famosos apartamentos a pie de playa. Lo de «a pie de playa» es de coña, claro, porque con los rascacielos que se han calzado sobre la duna misma el pisito cae en la planta 40 o 50, y el ascensor tarda tanto en bajar que, cuando llegas al portal, ya es de noche y tienes que subir otra vez para bañar y acostar a los niños. Este verano ibérico, que suena al Fari y su torito bravo, torito lindo, es como aquel tipo calvo, bajito y de pecho peludo que perseguía a las nórdicas en calzoncillos. Atapuerca en estado puro.