Circula por ahí una teoría infundada según la cual trabajar en verano es una bicoca que se reduce a pasar a fichar, echarse unos cafetitos al píloro y listo. Ja. En la oficina de toda la vida cae julio y se esfuma media plantilla, que sigue al estilo navajo el rastro del jefe hasta el aparcamiento. El boss hace clic al mando de la puerta del garaje y asistimos a la versión 3.0 de La fuga de Alcatraz. Así que los tres pringados de siempre, los tontainas que se quedan todo el verano a pie de trinchera, aporreando dos teclados a la vez en plan Nacho Cano, son algo muy parecido al tío Tom, el de la cabaña, y sus colegas de la plantación de algodón. Apechugan con su faena, la de su primo y la que traiga el Nordés sobre su chepa. Pero lo peor no son las doce horas en la mina que padece el pasmón, sino escuchar, cuando el agua ya le llega al entrecejo, el eterno soniquete del sobrado: «¿Qué, un verano tranquilito en el curro, no?». Sí, como el de los huérfanos de Dickens.