En verano, el hortera que todos llevamos dentro muchos lo llevan por fuera. Probablemente esta sea una de las mayores paradojas de la historia de la humanidad: el hortera playero logra, con un mínimo imprescindible de prendas sobre el pellejo, agredir de forma inmisericorde la vista de los incautos paseantes.
Con el sol sobre el pescuezo aparecen las camisetas de sobaquillos al aire, las bermudas caídas para lucir los gayumbos de flores, las sandalias con calcetines, las gafas de sol calzadas sobre el pelo engominado —¿tal vez para iluminar el cerebro que, suponemos, viaja debajo de la gomina?— y, por supuesto, las omnipresentes riñoneras.
La riñonera, que parecía inofensiva cuando la llevaba el honesto cobrador del tranvía, ha resucitado diabólicamente como alforja posmoderna del hortera, que ni siquiera la deja en la tumbona cuando va a remojarse los pies en la espuma del mar, no vaya a ser que lo llame su cuñado al móvil justo en ese momentito. La riñonera, por sí sola, bastaría para odiar el verano.