Agosto se llevó a Jaume Vallcorba, el editor de Acantilado. Llevaba tiempo enfermo y cuentan sus amigos que, durante el verano, se dedicó a llamarlos por teléfono para despedirse de ellos.
—Hola, soy Jaume. Llamo para despedirme.
—¿Te vas de viaje?
—No, no me voy de viaje. Me estoy muriendo.
Así se las gastaba Vallcorba, temido y venerado en el gremio, donde todos aspiran a levantar de la nada su Acantilado, sus Quaderns Crema.
UN INVENTARIO ABRUMADOR
Su catálogo es abrumador. Apabullante. Habría que vivir otra vida entera para poder leerlo todo, desde A algunos les gustan frías hasta Zipper y su padre. Solo por recuperar, traducir y editar un puñado de títulos ya querríamos a Vallcorba para siempre. Solo por Memorias de ultratumba, de Chautebriand; Los ensayos, de Montaigne y Vida de Samuel Johnson, de James Boswell, ya habría merecido la pena poner en marcha la editorial de la calle Muntaner.
Eso ya está dicho, escrito y publicado en todos los obituarios y apologías aparecidos a su muerte, con ese entusiasmo tan español por enterrar nuestros muertos a lo grande, sin matices, sin claroscuros. Cuando uno se muere en este país, la beatificación es instantánea, va incluida ya en el paquete de la funeraria como un bonus extra más.
CHESTERTON EN LA RECÁMARA
Pero, pasados ya unos días y aplacadas las ovaciones y algarabías de las necrológicas de emergencia, habría que reivindicar al editor que también se atrevió a recuperar, concienzuda y minuciosamente, la obra de otro gigante olvidado: G. K. Chesterton. Porque Vallcorba también rescató de entre los muertos al indómito escritor y periodista inglés. E hizo felices a muchos lectores heterodoxos —los que, como el propio Chesterton, nadamos a contracorriente— con la publicación de su Autobiografía, su Breve historia de Inglaterra o Los relatos del padre Brown. Como escribió Borges: «Hubiese podido ser un Edgar Allan Poe o un Franz Kafka; prefirió —debemos agradecérselo— ser Chesterton».