Ya no se estilan aquellas vitrinas de los restaurantes que parecían naturalezas muertas de los maestros flamencos del barroco, aquellos teatrillos de las casas de comidas donde se exhibían merluzas del pincho con un limón incrustado en la boca, cochinillos de siniestra sonrisa, pulpos desmadejados, cabritos de ojos saltones y hasta lampreas de bocas desafiantes y antediluvianas.
Si uno quiere ver un bodegón a la antigua usanza tiene que irse hasta la plaza de Lugo, que en realidad se llama mercado municipal Eusebio da Guarda, pero que nadie llama jamás así.
Los turistas, esos que creen que las nécoras ya salen rojas del mar, sacan muchas fotos de los puestos y los guiris de los grandes cruceros flipan largo y tendido con este exhibicionismo de la carne y la pesca, este alarde de gula que más que gula ya es lujuria.
La plaza de Lugo ya no es aquella plaza de hormigón y escaleras laberínticas donde el sábado por la mañana uno se compraba sobres con soldaditos de plástico (aún no era el pacifista inútil de la adolescencia), aquel mercado donde se vendía pasta fresca y que olía a pan de millo, berzas, flores y pescado. Ahora luce nuevo edificio, de cobre y cristal, y los cursis dicen que es un centro comercial porque le han adosado la FNAC, una tienda de Swarovski y la lencería Charel (todo al 50 %). Hasta lo pone ya en la placa municipal de la entrada: «Este mercado municipal Eusebio da Guarda y centro comercial fue inaugurado por el alcalde de la ciudad…».
—Se pasa del kilito, cariño.
En la plaza se habla y se regatea mucho en diminutivo, que es la forma más extendida que tiene el castrapo en la ciudad, decirlo todo con muchos diminutivos, como empequeñeciendo las palabras para no darles mayor importancia.
—Bueno, pues dame también unas meigas para los nietos. ¿A cómo van?
—A catorce euritos
En la plaza de Lugo se vende mucha meiga porque las abuelas siempre que pueden le sueltan una meiga al nieto para que no coma solo palitos, bollicaos y fritangas.
La plaza está sobre todo en la planta baja, en el bodegón de pescado y marisco que componen cada mañana las manos sabias de las pescantinas. Hay erizos a seis euros y percebes a 65. Hay xarda, raya, merluza, rape, lubina, lenguado, pateiros y pulpo de Camariñas.
Entre los regateos y los cariños se oyen todo el rato los cuchillos cortando y limpiando el pescado
Zas, zas, zas.
En uno de los puestos se me queda mirando, al pasar con mi libreta, una dorada macho que más que saltones tiene los ojos tragones. Desorbitados.
Y subo a la planta primera, carne y embutidos, con los ojos de la dorada macho todavía clavados en la nuca.
Como todavía colea el carnaval y su desmadre omnívoro en los puestos todavía nos espían las caretas del porco, que si no fuese porque luego sobre el plato se convierten en la bendita cachola darían para montar una película de terror. Entre las pollerías y las hueverías (con perdón) se ha quedado huérfano el puesto de venta de carne de toro de lidia, que solo abre unos días en agosto para facturar los seis rabos y pico que se torean durante la feria. Un destino nada épico para el astado, que poco tiene que hacer junto a la ternera rubia del país.
—Guapiña, ponme un chuletón bien bueno para mi Pepe.
—De lo mejor, señora. Es pura manteca. Se puede tomar con cuchara.
A la segunda planta le llaman en la cartelería municipal bajo cubierta, que es una herencia lingüística del boom inmobiliario, cuando se levantaban de la noche a la mañana edificios de cinco plantas y bajo cubierta.
En lo alto de la plaza hay flores, repollos, grelos, manzanas y pan. Mucho pan. Pan de Carral. Pan de Cea. Pan del país.
—Dame una bolla, reina. Pero que sea del país.
—Aquí todo es del país. Pero del nuestro, no del de los otros.
En cuestión de pan hay un nacionalismo gallego que no han sabido detectar los gurús. Si fuera solo por el pan, Galicia sería secesionista.
Pero el jefe de la plaza de Lugo se llama Ney. Es un labrador que vigila la floristería Armonía, en los flamantes bajos del mercado. A Ney le dejan su cacharrito con agua en los soportales y allí se tumba, a la sombra, todo pachorra.
A los niños, claro, lo único que les interesa de la plaza de Lugo es el pan de Carral —el corrosco, para ser precisos— y jugar con Ney, que se deja sobar con paciencia y bondad franciscanas.
Ney ya va algo mayor y dicen que le van a hacer una estatua.