Los alemanes son esos señores de bigote y bermudas infumables (la prenda, no los alemanes) que se pasean en chancletas por el Obradoiro como si estuviesen a punto de expropiar la catedral de Santiago (Códice Calixtino incluido) para saldar a las bravas el pufo multimillonario que parece ser que tenemos con el Bundesbank o el Deustchenosequé. Se creen estos tipos estirados y pagados de sí mismos que por habernos puesto una autopista, un aeropuerto y un paseo marítimo en cada esquina del país tienen los mismos derechos que ejercía aquel oficinista con manguitos de la posguerra que ponía piso con jaula de periquitos a su amante estrábica.
Al alemán, ya lo dijo Woody Allen, le enchufas un disco de Wagner y le entran unas ganas locas de invadir Polonia. Ahora han adquirido algo más de modales y ya no aterrizan al ritmo de la Cabalgata de las valkirias, sino bailoteando muy ceremoniosos la bachata del chiringuito playero, y desembarcan en el sur de Europa con sus panzas en lugar de con sus panzer, lo cual es muy de agradecer.
Los alemanes son como ese tío rico que hizo las Américas y viene de visita a la aldea para pasar su abultada billetera por los morros de sus paisanos, solo que los paisanos de este cuento somos los llamados pigs (Portugal, Italia, Grecia y España), a quienes los teutones miran con aire displicente para demostrar que, en realidad, nunca hemos dejado de ser las fregonas y los mayordomos de Europa.
Con los romanos no pasaban estas cosas. Ellos sabían cómo tratar a los bárbaros del norte.