La autobiografía es un género para maestros consumados. Hay que llegar a la altura de Gómez de la Serna –sí, otra vez Ramón, qué pasa– y enfilar el género allá por la madurez, cuando lo de escribir en primera persona se convierte, precisamente, en una Automoribundia. La literatura del yo exige agallas, porque resulta que el tipo que se sienta ante el ordenador es el mismo que se agazapa emboscado entre las palabras que brotan del teclado (la escritura automática existe: basta con comprobar lo que sucede cuando una tecla se queda enganchada y emerge en la pantalla una hilera infinita de efes). El tipo que escribe es el mismo personaje vapuleado por la vida del que habla el autor al describir en su prosa meticulosa una pelea en un bar, un coito en un tercer piso sin ascensor o una visita accidentada al potro del dentista (una especie de Torquemada ateo o, cuando menos, laico).
A veces el que va mucho al dentista sucede que también era un gran viajero de los destartalados autobuses de su infancia. Y que, como aparte de ser cliente del transporte público, también es escritor, va y lo narra en su particular Automoribundia. La literatura del yo a veces tiene estas cosas, porque es la literatura de los dientes y de los asientos roídos de los autobuses de dos pisos, y de cualquiera de esos prodigiosos detalles que encumbran la realidad hasta transformarla en una entrañable obra de arte. A Martin Amis, por ejemplo, en su autobiografía Experiencia le da por relatar inverosímiles (pero dolorosamente reales) problemas de dentadura. Y, en una pausa de sus crónicas desde el sillón del odontólogo, aporta al lector esta confesión, que constituye una de las cimas de la literatura del bus:
«Mi primera palabra fue “bus”. Aparte de mis primeros balbuceos de infante –“mami” y “papi” y “Philip” –, “bus” fue la primera palabra que pronuncié en mi vida. A lo largo de mi niñez en Swansea sentí una pasión sin paliativos por aquellos grandes autobuses de dos pisos y color rojo sangre, y solía montarme en ellos y viajar sin rumbo fijo durante horas, y un día tras otro». O sea que el bus, ese monosílabo asequible hasta para el infante más remolón, es también una escuela para forjar un idioma. El espabilado niño Amis sabía ya que la vida se cata con perspectivas insólitas desde lo alto de un doubledecker rojo (en su defecto, valen el antiguo trolebús y sus modernos remedos).
Para olvidarse de los dientes y otros traumas, se impone acceder al último rincón del bus y dejarse llevar sin rumbo por las rutas anárquicas, para abordar las calles ignoradas que se niegan al peatón, atado al enfoque plano de la acera. El pequeño Amis, con sus dientes de leche a salvo de los matasanos de Madison Avenue, se dejaba arrastrar por la corriente de los buses rojos de Swansea. Y a aquel individuo no se le ocurrió otra palabra, tenía que ser “bus” para debutar en una lengua que luego moldearía a su antojo. Cada uno se aferra a la primera sílaba que se cruza en su camino.