El 4 de julio de 1845, mientras sus convencionales y sosainas vecinos de Concord (Massachusetts) se afanaban en celebrar con cohetes y trompeterías la independencia de Estados Unidos, el díscolo Henry David Thoreau recogía sus escasos bártulos y se largaba a vivir a una cabaña a orillas del lago Walden, en una finca que le había prestado —para que viajase hasta el fondo de su soledad— otro de los grandes de la literatura norteamericana: Ralph Waldo Emerson. Entre sus austeros troncos y con el escueto decorado de una mesa y tres sillas («una para la soledad, dos para la amistad y tres para la compañía», dejó escrito) Thoreau caligrafió noche tras noche, a la luz del quinqué y con la tinta de su propia vida, una obra maestra sin fisuras: Walden.
El ensayo, escrito con la brillante y diáfana prosa de la mejor tradición anglosajona de la non fiction, constituye —como los versos de Hojas de hierba, de Walt Whitman— un canto sin límites a la libertad individual, que Thoreau ejerció levantando con sus propias manos y un manojo de leños su refugio de Walden. Eremita laico y revoltoso, se recluyó en las entrañas de América para escuchar el murmullo de las hormigas sobre la hojarasca y para contemplar el paso moroso de las estaciones sobre el musgo y las colinas. La cabaña de Walden representa quizás todo lo que hoy no somos: la reflexión profunda y la lentitud casi exasperante de aquello que está más allá del clic de una pantalla. Por eso no está mal cerrar los ojos y bucear con Thoreau, durante un minuto al menos, en las aguas infinitas del lago Walden.