La Voz de Galicia
Navegar es necesario, vivir no es necesario (Pompeyo)
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Parece una contradicción: «libro electrónico». Uno lee las dos palabrejas y se imagina que al libro le sale un cable del culo que lo conecta a la corriente, como la nevera. Flipamos con esto del libro electrónico como debió de flipar Andrés Segovia cuando le contaron que había una guitarra eléctrica que se enchufaba a un altavoz y se pasaba el Concierto de Aranjuez por los rulos de Jimi Hendrix.

Ahora lo que se estila no es enchufar opositores, sino libros, que pululan por Internet convertidos en ceros y unos, con lo cual ya no se puede dividir la humanidad, como antes, entre los de letras y los de ciencias, porque al final hasta la sagrada Ilíada es una hilera de números. Claro que por mucho que una máquina le dé al bombo del azar y combine cifras y letras a todo filispín, a mil gigas por segundo o así, al bicho cibernético no le salen ni de coña los hexámetros de Homero, que para eso hay que tener en la mollera algo más que un dédalo de microprocesadores y diccionarios.

Estoy descubriendo la orilla electrónica de la literatura y, abrumado por el desparrame de títulos digitales que flotan (legalmente, ojo) en la Red, tengo que admitir sin tapujos que se nos viene encima un tsunami de e-books, tablets, iPads, Kindles, e-readers y demás chismes que nos va a obligar a reinventar todos los parámetros de aquel mundo de papel en el que vivíamos tan felices. Yo también soy un fetichista del papel, de la tinta, de los hilos, de las cubiertas, de los lomos, de los ex libris, hasta del olor a goma arábiga y polillas secas de algunas librerías de viejo, pero creo que, como en otros asuntos en marcha, nadie nos va a pedir permiso para cambiar la forma de vida que mamamos desde parvulitos. Quizás perdamos la épica de la página impresa, pero tampoco está mal salir de paseo con 298 títulos en el bolsillo. ¿No?