En esa leyenda del cine titulada El hombre que mató a Liberty Valance, John Ford traza una de las estampas más certeras y sutiles sobre la inevitable colisión entre los malhechores y los incómodos periodistas, empeñados siempre, como sostenía Finley Peter Dunne, en confortar al afligido y afligir al confortado.
Cuando Dutton Peabody, fundador, editor, director y redactor del Shinbone Star, publica una contundente portada (errata incluida) en la que anuncia a cinco columnas la derrota final de Liberty Valance, ya sospechamos que no va a ser precisamente el alcohol el que vapulee su tambaleante existencia. El reportero regresa a su despacho, después de la obligatoria parada para hidratarse en el saloon, y el quinqué revela que no está solo en la redacción del Shinbone Star. Le esperan entre las sombras Valance, con el titular en una mano, el látigo de empuñadura de plata en la otra, y dos de sus secuaces.
Peabody no se arruga. Por sus venas corre el whisky -la sangre de los cobardes, decía Bukowski– y el Enrique V de Shakespeare, así que desenfunda primero:
-¿A quién tenemos aquí? ¡A Liberty Valance tomándose libertades con la libertad de prensa!
Por supuesto, los cuatreros propinan a Peabody la paliza de su vida (le hacen tragarse literalmente sus palabras) y arrasan furiosos el local.
Ya sé que estas cosas solo pasan en las películas del Oeste o de la Segunda Guerra Mundial -los dos únicos escenarios donde ganan los buenos-, pero me gusta recordar que, muchos años después, cuando el senador Ransom Stoddard vuelve al pueblo, el Shinbone Star sigue allí. A pesar de todos los Liberty Valance.