Circula por ahí un antiguo vídeo en el que vemos a Leonard Cohen cantando uno de sus tesoros: Suzanne. Además de la gloriosa interpretación del tema, lo maravilloso de este corte de un concierto es la breve introducción que hace Cohen. Quien haya escuchado su memorable discurso —once minutos, sin papeles— en octubre del 2011 al recoger el Premio Príncipe de Asturias ya sabe de qué hablo. Entonces expresó su infinita gratitud a España por su guitarra Conde, por la poesía de Lorca —que le ayudó a encontrar su propia voz— y por el profesor español que le enseñó los seis acordes en los que se basa toda su música. Qué clase. Qué oratoria.
Por eso es mejor callarse y escuchar al canadiense —que nos dejó demasiado pronto (2016) y demasiado solos— contar las peripecias que rodean a Suzanne:
—Es una canción que escribí hace mucho tiempo. Le tengo un cariño especial a esta canción. Os diré por qué. Es una canción que la gente ama y afortunadamente me robaron sus derechos de autor. Yo pensé que estaba perfectamente justificado. Porque no estaría bien escribir esta canción y además hacerte rico con ella. Así que al final estoy contento de que aquel amigo pusiera delante de mí un pedazo de papel y me dijera: «Firma esto». Yo pregunté: «¿Qué es esto?», y él me respondió: «Oh, sólo un contrato estándar de autor». Entonces lo firmé y la canción se había ido.
Ahora, cuando hemos alcanzado el consumismo perfecto, en el que los seres humanos somos la mercancía que se vende y se compra bajo los refinados algoritmos de los Big Data, me reconforta poner de vez en cuando esta versión de Suzanne y escuchar al gigantesco Leonard Cohen explicar que el robo de sus derechos de autor le hizo muy feliz. Porque sería injusto escribir una canción tan hermosa y encima hacerse rico con ella.