Lo mejor del debate de ayer es que, cuando acabó, pusieron en la tele Le llamaban Trinidad, y los frikis de los setenta nos desintoxicamos de tanta tribuna con los guantazos de Terence Hill y Bud Spencer, iconos culturetas de aquella infancia a la sombra de Cruyff y otros gigantes.
Mientras en el backstage de Twitter nos dábamos a la bebida para olvidar, algunos todavía recordábamos haber estado en garitos (incluso en auténticos tugurios) donde los parroquianos guardaban mucho mejor las formas y el equilibrio que sus señorías en la carrera de San Jerónimo.
Menos mal que en medio de esa debacle asomó Gabriel Rufián, un Eugenio pasado de pipermint, como clavó Jorge Bustos en un tuit de media tarde. Rufián es ese tipo por el que los que nacimos después de 1970 llevábamos esperando toda una generación. El puto amo. El elegido. Podría haber traído el equilibrio a la fuerza, pero prefirió pasarse al lado oscuro y convertirse en el Anakin Skywalker charnego del independentismo.
En la sesión de investidura yo sólo eché en falta a Fernando Arrabal sentado en la mesa de las taquígrafas con su jersey amarillo de milenarista o seminarista (seminarista fugado de Mondoñedo, por ejemplo). Y, ya puestos, un Bukowski arrancándose el micro de la pechera en medio del hemiciclo para ir a mear. O incluso un Leopoldo María Panero leyendo desde el atril su Guía Campsa de los manicomios de España y Portugal. Pero no se puede tener todo. Ya tenemos a Rufián.
Muy entretenida la forma de contarlo, gracias! La mejor opción de sobrellevar este circo, es, precisamente, con humor.