El todo incluido es la versión humana, algo refinada, eso sí, de esas granjas de cría de pollos en las que los animalitos, picotea que te picotea, van inflando e inflando hasta el calambrazo final. Nada más llegar al todo incluido te anillan, como a los pollos, con una pulserita verde chillón para que si te pierdes por la isla te facturen con destino al complejo hotelero cinco estrellas. En el resort caribeño, alambrado hasta el cielo para que no entren los lugareños, no te ceban con pienso industrial, sino con mojitos y coctelería variada, mientras el turista occidental, estabulado en la tumbona, perdida ya la facultad del habla, se limita a levantar la mano de la pulserita cada treinta minutos clavados para que le traigan otra ginebrita con limón, que es muy refrescante, y como hay mucha humedad en el aire no se te suben las copas a la cabeza porque, al sudar, la ginebrita se elimina por los poros. Si es que no hay como ver mundo.