En verano la tele se pone plana. Y no me refiero a que el cacharro de tubo que heredamos del abuelito se transforme de golpe en uno de esos artilugios molones de plasma de cincuenta y pico pulgadas. Qué va. Lo que pasa es que esas cadenas mesetarias, madrileñas y madridistas consideran que el cerebro, al contrario que los demás materiales, no se dilata con el calor, sino que se achica, según la técnica de reducción de cabezas de los jíbaros. Por eso estos programadores centralistas nos asestan una parrilla remendada con largometrajes de Cantinflas, Joselito y Marisol. Y corazón, mucho corazón, deluxes, sálvames y demás purines, hasta que el espectador, obturadas las arterias cerebrales por los dimes y diretes de tantos jorgejavieres y belenes, cae en el encefalograma plano y ya solo se oye ese pitido de fondo que no sabemos si es el televisor mal apagado o que al tipo ya no lo salva ni el doctor House.