Hay que desconectar, espeta, el veranito es para desconectar. La coña —o la paradoja, que suena más finolis— es que el pijolas que nos insiste mucho en eso de que hay que desconectar es el mismo que para irse a la casita rural con encanto, agazapada junto a una fervenza de postal en medio de la nada más absoluta, se asegura primero de que las pallozas del lugar sean enxebres, sí, pero que tengan wifi a 300 megas y cobertura 4G. Porque, para desconectar, el urbanita aterriza en medio de las leiras con su todoterreno guiado por Google Maps, aunque el paraje caiga a un escupitajo de su dúplex de la periferia, y lo primero que hace, antes incluso de bajar a la suegra para que se airee, es comprobar que furula el iPad, que en las aldeas ya se sabe. Y así, para quedar desconectado del todo, se tumba bajo la parra enganchado al WhatsApp, el Facebook, el Twitter y el Telegram, mientras el cativo, anestesiado, babea sobre la consola y los dibus del YouTube. Toma desconexión.