Los que se ponen cachondos con el calor son los entomólogos. Y no quiero decir que estos señores sesudos anden salidos. Para nada. Lo único es que, con el estío, estos eruditos, que andan por ahí atornillados a un cazamariposas y una lupa, están que se salen. Para los entomólogos el verano es como una barra libre, pero a lo bestia, sin freno, hasta el coma final. Ahora le pegas un patadón a una piedra y asoman todo tipo de bichos, larvas, seres que se arrastran, que pican, que dan alergia. Porque el verano de verdad, el que no sale en los anuncios de tanguitas, está plagado de cucarachas que sobrevivieron a Chernóbil, de arañas de patas peludas, de piojos que perforan el cráneo del chaval, de moscas que beben más cerveza que un alemán deshidratado, de pulgas que se comen al tullido can de palleiro y de avispas kamikazes que siempre se suicidan en la rodilla del rostro pálido. El verano, más que otra cosa, es el mosquito cojonero que te silba en la oreja de madrugada.