César Aira (Coronel Pringles, Argentina, 1949) se mueve por la multitudinaria Feria del Libro de Buenos Aires como uno de esos juguetones espectros que pueblan alguno de sus relatos. Nació bajo el signo de Piscis, exhibe amplia sonrisa y una timidez honda, que emana de las entrañas, y que es marca de la casa de algunos de los más grandes escritores contemporáneos. Habla con emoción de Sobradelo, el pueblo de su abuelo Robustiano, en Xunqueira de Ambía, y baraja feliz un hipotético viaje a ese escenario fundacional.
De él dijo el chileno Roberto Bolaño (autor de tesoros como Los detectives salvajes o 2666): «Es uno de los tres o cuatro mejores escritores que escriben en español actualmente». Probablemente Bolaño era otro de esos cuatro. Pero Aira no tiene problemas en admitir que no ha leído ni una sola línea de la obra de Roberto Bolaño, aunque tal vez le habría gustado ese guiño gallego que el chileno incluyó en la desbordante 2666, al colgar de un tendal El testamento geométrico de Rafael Dieste, uno de los ilustres exiliados gallegos que vivió en su día en Buenos Aires, que desde hace más de cuarenta años también es la ciudad de César Aira.
Autor prolífico y de una multiplicidad de registros y voces sin precedentes, Aira cultiva esa literatura que se la juega en el trapecio sin red protectora. El argentino se halla cómodo en la distancia corta, por debajo de las cien páginas, un formato que ha definido en alguna ocasión como «novelita» y en el que conviven deliciosamente la narrativa, el ensayo o el dietario. Pasa de Parménides al superhéroe Barbaverde sin traumas y cautiva a sus fascinados lectores por títulos como Las curas milagrosas del doctor Aira o Fragmentos de un diario en los Alpes. La charla comienza en un rincón de la feria de Buenos Aires y acaba por ser trasatlántica.
—Ya que hasta para una entrevista hay que elegir un inicio, podríamos empezar recordando su vinculación con Galicia. Su abuelo era de Sobradelo, en el municipio ourensano de Xunqueira de Ambía. ¿Puede recordar sus indagaciones sobre sus orígenes familiares en Galicia? Creo que ya había trazado un árbol genealógico hasta el siglo XVII…
—No fui yo, sino un primo, que es el genealogista de la familia, y efectivamente llegó a un Isidro Daira en el siglo XVII. Nuestro abuelo Robustiano Aira emigró a la Argentina en 1900, ya casado y con una hija (después tuvieron nueve más). Antes había pasado nueve años en la mili, en Ceuta, Melilla y en Cuba. Su novia, también de Sobradelo, lo esperó esos nueve años. Se llamaba Antonia Mariñas, y en la misma emigración los acompañaron dos hermanos de ella. Debieron de venir con algún capital, porque compraron campo, y se dedicaron sobre todo a la cría de ovejas, lo mismo que la segunda generación. Los de la tercera nos urbanizamos.
—Hasta la fecha no ha podido viajar a Sobradelo, ¿cómo imagina que sería esa visita al punto de partida?
—Supongo que me pondría a hacer historia contrafactual: si mi abuelo no se hubiera ido de Sobradelo, y mi padre y después yo hubiéramos nacido ahí, y yo siguiera viviendo en esa casa… No, mejor en esa otra… Y estaría casado con esa mujer que pasa por ahí… En fin. No sé adónde me llevarían esas fantasías. Después de todo, un novelista es un profesional de la imaginación.
—Por lo visto, esa visita a Galicia podría producirse pronto… ¿Aprovecharía el viaje para escribir sobre su periplo por Galicia o sería más bien un acto más íntimo, como de reencuentro con ese pasado del abuelo Robustiano?
—Todos los viajes me dan material para lo que escribo. Pero no soy un cronista. Me aburro escribiendo sobre la realidad tal cual es. Mi trabajo es de invención y transformación. Así que lo más probable es que si voy a Galicia, lo que vea allí aparecerá en descripciones de Buenos Aires, o de pronto habrá rías y peñas en la pampa.
—Galicia también está muy presente en su obra, donde hay numerosos guiños a su origen, desde personajes que se llaman Maruxa a otros tipos que, si no recuerdo mal, primero parecen ser chinos y luego resultan ser gallegos… ¿Cuál es su intención al incluir esos guiños?
—Hay algunos guiños internos, que comparto con una amiga, también a medias gallega como yo. Mi otro abuelo era castellano, de Burgos (y su mujer, mi abuela materna, era alemana, o sea que tengo una buena mezcla, cosa típica en la Argentina). Mi amiga es hija de un andaluz y una gallega, y le adjudica todo lo malo de su personalidad (y de la mía) a la herencia gallega: la melancolía, el pesimismo, la desconfianza. Me dice: «Nosotros, que tenemos la desgracia de ser gallegos…». Exagera, por supuesto, pero eso le viene de su mitad andaluza. Muchas de las charlas que hemos tenido sobre el tema han terminado en mis libros, siempre con algún giro irónico.
—Otro gesto muy significativo es que «Festival», una obra que todavía no se había publicado en España, decidió publicarla primero en gallego en el sello Trifolium, con una magnífica traducción de Juan Tallón. ¿Por qué? ¿Fue en cierto sentido un homenaje a su abuelo ourensano?
—Fue más bien un homenaje a Juan Tallón, un amigo querido que es un sol de alegría y desmiente clamorosamente las quejas de mi amiga sobre la tristeza gallega.
—Por lo demás, el simple hecho de vivir en Buenos Aires ya permite un contacto muy estrecho con las raíces y la cultura gallega. ¿Cómo ve actualmente esa relación entre Galicia y Buenos Aires? ¿Sigue vigente el tópico del gallego o ya se ha pasado a una visión más matizada?
—Los chistes de gallegos son un clásico argentino, pero nadie en su sano juicio se los toma en serio (en realidad, sería difícil tomarse un chiste en serio). Que no tienen nada que ver con los gallegos reales lo prueba el hecho de que son los mismos, traducidos, que cuentan los brasileños como «chistes de portugués». El estereotipo viene de la inmigración, que consistió principalmente de campesinos o aldeanos de poca instrucción. Pero ya nos hemos civilizado.
—¿No cree que durante los últimos años Galicia y España en general han dado la espalda a Argentina y América Latina? ¿Hemos sufrido un cierto complejo de nuevos ricos frente a nuestros parientes de América?
—Es probable que la europeización de España, la modernización y la prosperidad, los hayan ensoberbecido un poco. Pero, al menos en el campo de las letras, me consta que siempre hubo interés y respeto por lo latinoamericano. Quizás por lo argentino en especial.
—Ha sido siempre fiel a un lema de Baudelaire: «Ir hacia delante y siempre en busca de lo nuevo». ¿Cree que la literatura actual responde todavía a este objetivo o que el sistema literario se ha dejado llevar por su vertiente más descaradamente comercial?
—Creo que siempre ha habido más o menos la misma proporción relativa entre la literatura de experimentación formal y expresiva, y la que responde al gusto del público. Quizás hoy ha crecido la parte de esta última, pero el nicho de los que escribimos para nosotros mismos sigue intacto.
—Esa sensación de que nuestro mundo de papel está en cierta forma en vías de extinción me recuerda otra frase que escribió sobre ese monumento literario titulado «Moby Dick»: «Toda gran obra literaria está bañada en la atmósfera de melancolía de una extinción inminente».
—Creo que con esa frase no me refería tanto al futuro de la literatura como a la condición de único e irrepetible, condición que comparten el monstruo y el artista. Ni uno ni otro dejan descendencia; cuando mueren se pierde algo para siempre, aunque los dos dejan algo: el monstruo su leyenda, el artista su obra.
—Otro aspecto que hay que subrayar en su obra es que en ella también se desdibujan las fronteras teóricas entre los géneros, y que conviven sin trauma la narrativa y el ensayo. ¿Cree que ese mestizaje puede indicar por dónde irán los tiros en los próximos años?
—No me atrevo a predecir lo que pasará en el futuro, así como no pretendo imponer mis gustos, pero mis lecturas favoritas fueron siempre las que se clasifican como «inclasificables», como lo son Los Cantos de Maldoror, que es el modelo que he seguido con más persistencia.
—Tallón noveló ese encuentro que nunca se produjo entre Aira y Bolaño. ¿Qué se habrían dicho si llegasen a coincidir?
—Habría sido un tanto incómodo para mí, porque no he leído una línea de la obra de Bolaño. Pero creo que me las habría arreglado para salir del paso. Lo he hecho otras veces.
—Afirma muy contundentemente que no ha leído ni una línea de Roberto Bolaño. ¿No le tentó ni siquiera la lectura de «Los detectives salvajes»?
—Casi no leo narrativa contemporánea. No he encontrado ninguna buena razón para leer a Bolaño. Podría ser la curiosidad, pero nunca leo por curiosidad. Además, supongo que como todos los novelistas muy leídos, Bolaño es un realista, y me aburre el realismo si no han pasado cien años desde que se escribió y se ha vuelto la poética arqueología de mundos desaparecidos. El realismo actual es redundante.
—Vive y escribe en un país de una muy potente tradición literaria. Su relación con esa tradición argentina, en la que figuran autores de memoria todavía muy cercana, como Cortázar, Borges o Fogwill, no es del todo, digamos, reverencial. ¿Por qué? ¿Cómo es en general su relación con la tradición literaria, con eso que se llama algo pomposamente el «canon literario»?
—No veo por qué un escritor tiene que ubicarse en un marco estrictamente nacional. El alimento de un escritor es la lectura, y la lectura es una actividad cosmopolita por naturaleza. Claro que los argentinos tenemos a Borges, que es una tradición unipersonal.
—¿Cree que puede existir algo llamado «El canon occidental», como titula Bloom?
—Creo que eso solo es bueno para semicultos. Hacer una lista de escritores importantes es fácil, pero no conduce a nada.
—¿Y hay algún autor gallego o español al que haya seguido la pista últimamente?
—Lo más reciente español que he leído, salvo lo de algunos amigos, fue A Esmorga, de Blanco Amor. Y la poesía de Leopoldo María Panero.
—Carlos Fuentes auguraba en «La silla del águila» que en el 2020 César Aira recibiría el Nobel de Literatura. A solo seis años de la fecha, ¿cómo ve el pronóstico de Fuentes?
—No es tanto pronóstico como broma, la devolución de una broma que le había hecho yo al ponerlo de personaje en una novela. Y estoy seguro de que ni en mil años yo podría recibir el premio Nobel, que se da a autores que han contribuido al progreso moral de la humanidad, al respeto de los derechos humanos, la afirmación de la democracia y la autodeterminación de los pueblos, todos asuntos de los que yo no me he ocupado jamás.
Foto de Mariana Ruiz: Luís Pousa, Armando Requeixo y César Aira en la Feria Internacional del Libro de Buenos Aires.