Ahora nos parece una historia del abuelo Cebolleta, pero hubo un tiempo —no tan lejano como la galaxia de Star Wars— antes del guasapeo y demás toqueteos de pantalla en que la gente, para verse unos a otros, no se pegaba un toque al móvil, sino que quedaba en un sitio a una hora. E incluso había seres humanos que se presentaban puntualmente a la cita, como si fueran ingleses o centroeuropeos. Será cosa de la emigración y su ósmosis.
En A Coruña, cuando todavía se estilaba esta extraña costumbre, la ciudad quedaba consigo misma en el cine Avenida. Se sacaba de paseo el sábado por la tarde y siempre se citaba en el Avenida, que entonces no estaba cerrado por una valla publicitaria, sino que lucía el hermoso vestíbulo diseñado en los años treinta por Rafael González Villar.
Uno llamaba a los colegas al teléfono de casa —o sea, al fijo, que ni siquiera empezaba por 981, solo tenía seis cifras— y repetía siempre el mismo diálogo.
—¿Dónde quedamos?
—¿Dónde vamos a quedar? En el Avenida, claro.
—¿A las cinco?
—Pues claro.
Luego, como uno se retrasase por el camino, no tenía forma de avisar, y a veces cuando llegaba al Avenida había pasado por allí el caco de las cinco (puntual como un suizo) y le había levantado a los colegas la paga del fin de semana.
Pero lo peor que te podía pasar en la entrada del Avenida no es que te diera el palo el mangante de las cinco o’clock. Lo peor, por supuesto, es que tu novia te dejara mangado. Que no se presentase a la hora en Cantón Grande 7 y quedases expuesto a la vista de todos como el pasmón al que su chavea (entonces se decía mucho lo de chavea) había dejado colgado en el Avenida a las cinco. Incluso hay casos documentados de tipos abandonados por sus novias en el Avenida que tardaron días enteros en volver a su casa, desnortados, mirando cada cinco minutos si su reloj estaba sincronizado con las agujas históricas del Obelisco.
Mientras esperabas a que tu chavala llegara al Avenida podías dar vueltas por el vestíbulo, donde a mayores del quiosco, de una joyería de cuyo nombre no logro acordarme y del local de Goya, alquiler de coches, estaban las vitrinas donde el cine anunciaba con mucha foto y colorín los próximos estrenos de la sala, sacando pecho con las grandes estrellas de Hollywood bajo el letrero inevitable de «Próximo estreno».
A veces incluso quedábamos en el Avenida para ir al cine, pero un poco a propósito nos veíamos allí y luego nos íbamos al Valle-Inclán o al CGAI a ponerle los cuernos al Avenida con cine de arte y ensayo.
Creo que en el Avenida vi Bambi, o sea, el drama freudiano de la muerte de la madre de Bambi, un duro precedente en la educación sentimental que luego acabaría de forjarse uno con la novia perdida y nunca encontrada en el templo del cine.
Mis colegas creían que lo peor que se podía perder en el vestíbulo del Avenida era la paga del sábado, pero luego llegaba un vivales y les levantaba la novia y comprendían que hay lecciones que la vida solo te enseña en la entrada de un cine.
El edificio, ahora fantasma, aún luce en el primer piso el grabado en el ventanal de la joyería Arias, pero ya no queda rastro de aquel emblemático inmueble en el que anidaron desde una gestoría hasta una notaría, que es el negocio del yerno ideal, la máxima aspiración del opositor con alopecia prematura y gafas de culo de vaso.
También vivió aquí la pintora Elena Gago, exquisita retratista de pianos e interiores, que se quedó al final sola en el Avenida, como la última mohicana de un tiempo que se escurría entre los dedos del cerebro. Esa soledad, algo de Hopper, de los cuadros de Elena Gago la supo captar luego Pablo Gallo, que pintó un estremecedor óleo del Avenida ya clausurado en el que se ve el letrero sin la ene de cine, como contándonos que a la sala de Bambi y Fantasía (era muy de Disney) ya se le caía de vieja la dentadura del cartel.
Gallo, como Elena Gago, es nuestro Hopper del Cantón Grande 7. Pinta la soledad de las cosas, de las ciudades, y las clava sobre la tela como hacía Nabokov con sus mariposas.
Hay un vídeo que circula por YouTube en el que alguien ha grabado el estado actual del interior del cine y la sensación es la misma que al ver la ene caída del cuadro de Pablo Gallo. Una especie de intemperie que nos sobrecoge desde que en 1997 el Avenida echó el candado y nos dejó a todos sin rumbo, sin vestíbulo en el que quedar con los colegas para que alguien les levantase la paga o la novia.
La ciudad, como se vio descolocada por el cierre y tenía miedo de que le cayesen sobre la crisma otras letras de la cartelería, empezó a quedar consigo misma unos metros más allá, en el Obelisco, o incluso en la puerta de Mango.
Pero ya no era lo mismo. Ya ni las novias cultivaban el plantón como una de las bellas artes.
Foto: César Quian
Muy bueno el texto, Luis, y gracias por la mención. Un abrazo.