Ya nadie se acuerda de la mili. Ni siquiera ese primo quinto a mano izquierda que tantas anécdotas contaba de garitas, imaginarias y otras machadas en las sobremesas dominicales. Nadie habla ya del sorteo de quintos, que no consistía precisamente en repartir a voleo botellines de Estrella, sino en darle a un bombo que lo mismo te mandaba a Ceuta que a Caranza. Puro azar. Cuando había mili solo te librabas de arrojar por el desagüe muchos meses de tu vida declarándote insumiso, haciéndote objetor de conciencia, por exceso de cupo (el baby boom daba reclutas a patadas) o si te declaraba inútil un tribunal médico.
A mí me tocó ser inútil porque, como decía Woody Allen en no sé qué película, en caso de guerra no valdría ni para prisionero. Tengo un papel del Ministerio de Defensa que lo certifica. Inútil. No apto. Algo así. El caso es que un día me llamaron a filas, que traducido al cristiano significa que tuve que presentarme un día a tal hora en la caja de reclutas. La caja de reclutas no era exactamente una caja, sino el antiguo cuartel de Macanaz. El de Macanaz, quién se acuerda ya, era un cuartel con nombre de ilustrado, Melchor de Macanaz, al que la Inquisición encarceló durante doce largos años en las mazmorras del castillo de San Antón y del acuartelamiento que luego lució su apellido.
—¡Silencio! ¡A formar!
En la caja de reclutas nos ordenaron formar en el patio para escoltarnos —nada de prófugos— hasta el antiguo Hospital Militar, que distaba unos diez metros de Macanaz. A la vuelta también nos escoltaron, pero ya más relajadamente porque más que desertores ya éramos claramente inútiles. El pelotón de los torpes de las Desventuras de un recluta inocente.
Unos cuantos años y muchas cicatrices después, el Hospital Militar es el Abente y Lago y el cuartel de Macanaz ya no tiene reclutas pero todavía es una caja. La luminosa y civil caja diseñada por Juan Creus y Covadonga Carrasco como sede de la Fundación Luis Seoane. Del cuartel ya solo queda el patio en el que nos mandaron formar una mañana absurda de 1989. Un patio que ahora puedo visitar sin la escolta de la Policía Militar y en el que incluso he hecho algunas entrevistas a tipos más bien subversivos. En este patio plantó Alberto Ruiz de Samaniego una réplica de la cabaña de Henry David Thoreau a orillas del lago Walden. La cabaña del tipo que inventó la desobediencia civil y un anarquismo ecologista nada bélico.
Macanaz es hoy sobre todo la casa de Luis Seoane, el artista que vio más lejos en el horizonte de Galicia. No solo en la pintura. También en la literatura. Porque escribía cosas como esta: «Habitan en La Coruña y no saben que los viejos de su infancia decían a los niños que desde la península de La Torre, en la misma ciudad, se podía ver en los días claros la costa de Irlanda. Quizás nunca lo supieron. Yo sé eso. Lo recuerdo. También sé que cerrando los ojos veo cuando quiero una aldea, Arca, y a la misma aldea rodeada de montañas, de minas, de bosques y labradíos, y al pie de ellas un río transparente de truchas que se ven correr amedrentadas por las sombras. Un río transparente sobre el que nadan las libélulas y en el barro de sus orillas se esconden las anguilas».
En la Fundación Luis Seoane está el Seoane de Sargadelos, del Cristo obrero, del cartel de Cinzano y de los murales de Buenos Aires. De vez en cuando, le vienen a ver tipos como Georges Perec, Henry David Thoreau o Bram Stoker y su Drácula. A Seoane le habría gustado ese mestizaje lúdico de arte contemporáneo y vida. Le habría gustado saber que en la caja de reclutas ya no hay cetmes, sino cuadros, zombis y cabañas para pensar.
Así que me planto en el centro del patio, como aquella mañana de 1989, y cierro los ojos para ver lo que veía Luis Seoane en 1978: «Es curioso lo que ven por no querer ver algunas personas. Yo cierro los ojos y veo lo que quiero. Alguna vez creí percibir incluso el olor de aquel mar o de aquella aldea. También alguna vez quise ver la costa de Irlanda de la que hablaban los viejos coruñeses y no busqué el horizonte despejado de un buen día claro abriendo más los ojos que cualquier otro día, sino que me bastó cerrar los ojos para verla, y sin embargo era una tarde de espesa niebla». Amén.