En Los Ángeles un tipo ha abierto The Last Bookstore, una librería que se llama exactamente La Última Librería. Claro que Los Ángeles es la ciudad apocalíptica por excelencia. En Los Ángeles escribió Bukowski, el gran Chinaski, su demoledor Dinosauria We, un poema en el que anticipaba el hermoso silencio que seguiría a la hecatombe nuclear. Y en Los Ángeles transcurre otro icono del apocalipsis zombi o vampírico: El último hombre vivo, esa peli en la que Charlton Heston es el único superviviente —al menos el único humano en sentido estricto— tras una devastadora guerra biológica entre China y la URSS.
A Coruña, ya lo decían las abuelas al ver a las chicas haciendo toples en Riazor, no es Los Ángeles. Pero a este paso cualquier día abre a la vuelta de la esquina La Última Librería. Porque, a falta de apocalipsis zombis, nucleares o bactereológicos como los de California, la ciudad se ha entregado con empeño a un apocalipsis librero que va a dejar huérfana a la tribu lectora, esa que lo mismo engulle los Episodios nacionales de Galdós que la composición química del agua mineral Cabreiroá. El caso es leer.
—Oiga, un respeto, que aquí tenemos un monumento al libro y una plaza del Libro.
En Méndez Núñez resiste, a pesar del estrecho marcaje al que lo someten vándalos y botelloneros (perdón por la redundancia), un monumento en el que ya no se lee su antigua inscripción:
«Los libreros españoles al libro y a sus creadores».
Pero quién se acuerda ya de los libreros, los libros y no digamos ya de sus vapuleados creadores.
El monumento, en los tiempos de esplendor del botellón en el Relleno, servía principalmente de barra improvisada para apoyar el whisky.
A veces, por si el monumento se confía, se acerca un niño y le suelta un patadón al muñeco de bronce en la entrepierna.
De camino a la plaza del Libro está el mural de Leopoldo Nóvoa. Un día el Ayuntamiento clavó en medio del mural un paso elevado, anticipando el gesto de Mourinho al meterle el dedo en el ojo a Tito Vilanova. Los políticos a veces tienen estas premoniciones.
Ya en la plaza, si se están quietos los coches en el semáforo, se escucha de fondo la cascada de la cantera de Santa Margarita, aunque de la cantera ya no queda ni el bareto de la glorieta de América.
Cuando construyeron la plaza del Libro alguien pensó que, para dejar asfaltado el progreso, lo suyo era cargarse los árboles y dar paso al hormigón. Los grandes plátanos, el único rastro que queda del patio del colegio Dequidt, se salvaron finalmente por uno de esos milagros municipales que solo acontecen una vez cada siglo. Son un pedazo de aquellos recreos escolares en medio del tumulto de las aceras y las bocinas. Seguramente por eso ya les habían extendido el certificado de defunción.
Los árboles, cuando llueve, huelen a Barcelona, que es la ciudad con más plátanos por metro cuadrado del mundo.
—La plaza del Libro se queda sin libros.
El lector, desolado, escruta el escaparate desierto de la librería Nós, donde solo hace un par de días se exhibía la última de Rodrigo Rey Rosa.
Hay pocas cosas más tristes que una estantería vacía.
Casi cuarenta años después la librería que lucía el nombre de la generación que reinventó la cultura gallega echa el cierre.
De pequeños todos los niños coruñeses soñábamos durante un rato que éramos arquitectos y levantábamos gigantescos rascacielos en nuestro barrio. Y el domingo por la mañana nos arrimábamos a las vitrinas de Nós para ver aquellos enormes y carísimos libros de arquitectura donde Frank Lloyd Wright o Le Corbusier explicaban cómo alzar una torre de vidrio y acero en Peruleiro o la Sagrada.
—Niño, tú haz unas oposiciones y déjate de rascacielos.
Y el sueño arquitectónico se esfumaba de una colleja.
«La plaza del Libro seguirá siendo un homenaje a la belleza del libro», apuntan los dueños de Nós al bajar la persiana.
A solo dos zancadas, otra librería histórica, Couceiro, también iza la bandera blanca:
«Véndese ou alúgase», reza el cartel.
—Xubilámonos, pero a idea é que alguén colla o negocio.
Cunqueiro, Fole, Coetzee, Rosalía y McCarthy se mezclan en las mesas de saldos. «Todos os libros teñen un 30 ou un 40 % de desconto, agás as novidades do último ano, que están ao 10 %», matiza el jefe.
La plaza del Libro se va quedando sin libros, sin librerías, sin libreros. Tal vez por eso, porque son una especie en vías de extinción, ya tienen su monumento en los jardines de Méndez Núñez. Ya saben, aquel tipo que dijo lo de más vale honra sin barcos que barcos si honra. Pero lo que no aclaró don Casto es si podía haber honra sin libros.
Y, a este paso, el único libro que va a quedar en la plaza es el de la placa de azul municipal.