La grandeza de un escritor reside en su mirada asombrada (y asombrosa). La misma que le permite hallar rastros de poesía donde otros sólo ven la sucia realidad. Es el caso de António Lobo Antunes, que en este pasaje de El orden natural de las cosas es capaz de saltar desde la planicie de un retrete, donde «se oye, como una caracola, el fermentar del río», a la enormidad del estuario del Tajo: «El mal de Lisboa, amigo escritor, consiste en que tropezamos con el Tajo en cada barrio de la ciudad como se tropieza con un objeto olvidado, el Tajo que se nos aparece en todos los postigos, que nos balancea la cama, durante el sueño, con su vaivén de cuna, el Tajo y sus luces nocturnas». Nada menos.