«Cuando era joven y más vulnerable mi padre me dio un consejo sobre el que he pensado mucho desde entonces»
El gran Gatsby. Francis Scott Fitzgerald. Traducción de Susana Corral. Reino de Cordelia.
Hay en los grandes narradores norteamericanos un cierto tono épico, casi bíblico, que logra por momentos que en su prosa emerja ese asombro inicial ante un mundo tan fieramente nuevo en el que todo estaba todavía por inventar. No es casual la devoción de Mark Twain, uno de esos gigantes de la narrativa estadounidense, por las peripecias de Adán y Eva. Es en esa sutil ingenuidad adánica, no exenta paradójicamente de violencia escénica, donde se encierra la magia fundacional de una literatura.
Lo cuenta en un párrafo de abrumadora belleza uno de los grandes, Francis Scott Fitzgerald (Saint Paul, Minnesota, 1896-Hollywood, 1940), en las postrimerías de El gran Gatsby: «Los árboles desaparecidos —los que habían dejado sitio a la casa de Gatsby— habían satisfecho en susurros el último y el más grande de los sueños de la humanidad; durante un momento transitorio, encantado, la humanidad debió contener la respiración en presencia de este continente, obligada a realizar una contemplación estética que ni entendía ni deseaba, enfrentada por última vez en la historia a algo proporcional a su capacidad de asombro».
El lector, como esa humanidad iniciática, contiene también el aliento al zambullirse una vez más en este libro único, recuperado ahora por el sello Reino de Cordelia en una nueva y espléndida traducción de Susana Carral. ¿Quién no ha soñado alguna vez con ver cruzar el jardín al chófer de Jay Gatsby con una invitación en la mano para asistir a una de sus multitudinarias fiestas en las que los hiperhormonados universitarios sostienen «conversaciones obstétricas» con las coristas y el champán circula en cantidades industriales en copas sospechosamente parecidas a lavafrutas?
La fiesta, por supuesto, desemboca inevitablemente en una cruda y larga resaca. Nada muy diferente de la propia existencia, como sabían bien Fitzgerald y la indómita Zelda Sayre, que escribieron el guion de su vida con la tinta del alcohol y el jazz.
Reino de Cordelia y su sello hermano, Rey Lear, rescatan otros dos títulos cruciales del yanqui. Tres historias en torno a Gatsby, también en versión de Susana Carral, reúne relatos escritos en paralelo a su gran novela de 1925. Los cuentos, entre los que sobresale el formidable Daños, puño americano y guitarra (1923), fueron concebidos como tentativas de la atmósfera y personajes de su obra maestra, que en el fondo no guardan demasiada distancia respecto a las agitadas peripecias que protagonizaron el propio Scott y Zelda.
Y ya asomándose al abismo del devastador crack del 29 publicó Fitzgerald el tercer volumen que ahora edita Reino de Cordelia: La adolescencia de Basil Duke Lee. La novela, que vio la luz por entregas entre 1928 y 1929 en The Saturday Evening Post, resucita en esta edición de Susana Carral con el capítulo Una fiesta especial abriendo el volumen, devolviendo este fragmento al lugar elegido inicialmente por Scott y que, por diversas circunstancias editoriales, se había quedado por el camino en otras versiones. A pesar de la aversión del autor a sus colaboraciones en prensa, el conjunto no se resiente y traza una novela clásica de aprendizaje, anticipándose en cierto modo al Holden Caulfield de Salinger.
Scott, vapuleado durante una época por sectores académicos y críticos, se ha consagrado con el tiempo como uno de los autores mayores de la literatura norteamericana. Y Gatsby, como sus fiestas, no se acaba nunca.