Ya estamos a salvo. Ya no nos zarandea el oleaje furibundo de la parte líquida del mundo. Por un módico precio (100.000.000.000 euros) la señorita Rottenmeier y sus primos de Bruselas nos han rescatado, digo, nos han prestado un dinerillo en condiciones ventajosas. Ya no estamos en alta mar, bajo las lluvias desatadas, nadando a contracorriente y buceando en el corazón de la tempestad. Estamos confortablemente a cubierto bajo las faldas de la mesa camilla de la burocracia. A resguardo de mares arbolados.
Estamos en el vientre de la ballena, que nos ha engullido junto a la marea resacosa de ladrillos, pufos, preferentes, astillas y esputos contables. No es Moby Dick. Ya molaría. Este bicho viste alma de funcionario y manguitos de oficinista. Nada de épica. Tampoco se está tan mal aquí dentro. Con un simple fósforo incluso podemos escudriñar la arquitectura de la osamenta del cetáceo. Ya solo nos restan dos cosas. Aguardar con resignación a que la ballena nos escupa en una orilla cualquiera. Y, sobre todo, averiguar si en este cuento somos Jonás o Pinocho.