En el cruce de las avenidas Summit y Keer, en el barrio de Weequahic del mismo Newark de la Galicia emigrante, hay desde el 2005 una placa que recuerda que en aquellas calles se empapó de vida Philip Roth (1933), la voz más poderosa de la actual narrativa estadounidense. Hasta que en 1950 se largó a la Universidad, primero a Pensilvania y luego a Chicago, el futuro autor de El mal de Portnoy deambuló por aquel dédalo de callejuelas y ultramarinos donde la inmensa mayoría de los vecinos eran, como su familia, de origen judío. Aquel barrio entrañable y duro, como los tiempos de guerra y posguerra que la historia tatuó con cicatrices sobre el pellejo de Roth, atrapó para siempre su mirada ácida y algo kafkiana. Por eso vuelve una y otra vez en sus textos a aquella galaxia única de la infancia, que en este caso emerge como un filón inagotable de tramas, tipos humanos y escenarios vitales.
Incluso en su última novela, Némesis (2011), la que suma el título número 31 de su extensa e intensa bibliografía, regresa a aquel paisaje para trazar la crónica del miope profesor Bucky Cantor y de la epidemia de polio que devastó Weequahic mientras el planeta se desventraba entre las llamas y escombros de la Segunda Guerra Mundial.
Solo unos años antes, Roth había trasladado al escenario de su niñez una de sus incontestables obras maestras: La conjura contra América (2005). A partir de una sencilla propuesta de historia ficción —cómo habría cambiado el curso de la guerra si en 1940 el aviador Charles Lindberg hubiese ganado a Roosevelt la carrera a la Casa Blanca—, el escritor retrata con extraordinaria minuciosidad la atribulada vida de un chaval de los años cuarenta en Nueva Jersey.
Entre esos dos momentos cruciales, la partida del adolescente y el regreso literario a las aceras de Newark, transcurre una trayectoria de insólita coherencia que le ha costado ser zarandeado desde su debut con los relatos de Goodbye, Columbus en 1959. A lo largo de medio siglo de oficio, Roth ha sido vapuleado sin mayores matices por rabinos y judíos ultraortodoxos, que lo han calificado de «antisemita» por textos como la trilogía Zuckerman encadenado; por colectivos feministas (por Mi vida como hombre y El pecho); y por los conservadores norteamericanos a raíz de la publicación de la sátira política Nuestra pandilla sobre Nixon y su entorno. Pero el heredero del gran Saul Bellow, el inventor de Alexander Portnoy y Nathan Zuckerman, el autor que después de los sesenta años ha publicado algunos de sus más logrados títulos, ha sobrevivido a todo. Incluso a las pantallas. Tal vez porque todavía es aquel niño indómito de Weequahic.