Ahora que los bárbaros del norte están a punto de ganar la batalla definitiva contra ese invento grecolatino que llamamos Occidente, cuando más necesitamos a los eruditos que todavía pueden descifrar los hexámetros de Homero sin echar mano del traductor automático del cacharro móvil, justo ahora, perdemos a Juan José Moralejo Álvarez (Santiago, 1941-2012).
El profesor Moralejo, fallecido el viernes en Compostela, fue uno de esos contados sabios, en el sentido profundo de un término que no se puede calcular en megas, sino a la antigua: en neuronas y lecturas. Desmentía con una sonrisa en los labios la leyenda de que su padre, catedrático de la Universidad de Santiago, les obligaba a él y a sus hermanos a hablar en latín en casa. Leyenda o no, lo cierto es que Moralejo estudió Derecho porque un día quiso ser registrador de la propiedad, pero afortunadamente abandonó aquella idea (más propia de presidentes del Gobierno y asimilados) para volver a la galaxia paterna.
Fue catedrático de Lengua y Literatura griegas en Compostela y en los textos clásicos afiló su retranca, que destiló durante cuarenta años como columnista de La Voz de Galicia. Al obtener en 1997 el Premio Fernández Latorre definió certeramente ese estilo intransferible como «ironía o vulgar coñeo de ciertas cosas y situaciones».
Ofició el articulismo buscando una prosa minuciosa y barroca, de lenta orfebrería y engranajes exactos, en la que lo mismo vacilaba al alcalde de turno por reclamar un obispo propio para su concello que explicaba las artes sutiles de la pesca de la trucha en el Eo o echaba mano de las literaturas de Roma y Grecia para zarandear a ministros y subsecretarios por el descenso a los infiernos de la educación.
Trazó en La Voz un peculiar Bestiario de autor que todavía recordamos sus devotos e incluso debutó como periodista deportivo en las gradas de Riazor y Balaídos para obsequiarnos en 1999 con sus heterodoxas crónicas de tres derbis entre Dépor y Celta.
El 23 de abril (no podía ser otra fecha) publicó en estas páginas la última entrega de su imprescindible Oráculo de Delfos, que durante años devoramos los que creemos que el periodismo es algo más que ese trasnochado oficio de zombis que algunos auguran. Antes de largarse a los cielos de Homero y Herodoto, Moralejo se despidió con una fulminante columna sobre Borbones, libros, escopetas.