Había tomado su nombre de un matemático alemán del siglo XIX, August Möbius, el descubridor de la banda que lleva su apellido y que constituye una sutil rareza geométrica, ya que es una superficie no orientable. Tampoco admitía orientación el segundo Moebius, nacido como Jean Giraud en París en 1938 y que ayer falleció en el mismo paisaje urbano. Era uno de los gigantes del cómic del siglo XX y dinamitó los cánones del tebeo clásico con una apuesta sin límites por la libertad creativa que abrió de par en par las puertas del género a autores que no encajaban en las antiguas viñetas.
Uno de aquellos herederos es Miguelanxo Prado (A Coruña, 1958). El autor de Trazo de tiza confiesa que su vocación nació al sumergirse, entre otras, en las páginas de Moebius. «Foi un dos motivos polos que eu rematei facendo banda deseñada. A súa é unha das obras que me deslumbrou desde o primeiro momento. Claramente estamos falando dun dos deuses do Olimpo da banda deseñada», sentencia Prado.
Como Pessoa y sus heterónimos, Giraud no guardaba en su interior uno, sino dos autores. Se le bautizó como Doctor Gir y Mister Moebius. Gir era la firma que reservaba para su emblemático teniente Blueberry, protagonista de 26 álbumes de corte clásico y atmósfera wéstern creados junto al guionista Jean-Michel Charlier. Moebius nació en algún rincón de México en 1956, entre el humo de la marihuana y las sombras de la geometría. Es el autor de los cómics de ciencia ficción que reinventaron el género a partir de los años ochenta. El propio Giraud resumía así su esquizofrenia: «Gir trabaja dentro de las limitaciones de la lógica narrativa impuesta por el guion de Charlier, donde hay unas reglas que respetar. Moebius es poesía libre e inventa sus propias reglas a medida que dibuja». De esa poesía libre y libertaria emergieron Arzach, The Long Tomorrow, El garaje hermético o El Incal (con Alejandro Jodorowsky al guion).
«Desde a súa faceta máis convencional, a do tenente Blueberry, a que mantiña os canons máis clásicos do cómic, evolucionou a unha obra que descolocou a varias xeracións de autores e lectores porque construía narracións visuais a partires de elementos puramente plásticos», analiza Prado.
El autor de Quotidianía delirante coincidió con Moebius en varias ocasiones firmando ejemplares en el mismo estand. «Tiña a sensación de asistir a unha especie de milagre ou transmutación alquímica. Daba igual o que tivese na man, un rotulador, unha pluma ou un lapis, era o mesmo, deslizaba a man sobre o papel e alí comezaban a aparecer cousas asombrosas», recuerda el ilustrador gallego, que eleva sin rodeos el elogio a Moebius: «Pasarán moitos anos antes de que volva a darse esa conexión entre o cerebro e a man».