Nicanor Parra aterriza en la literatura, como Ernesto Sabato, Robert Musil, Alexander Solzhenitsin y otros acróbatas de la existencia, procedente de las galaxias de la física y de los campos transfinitos de las matemáticas. Llega Parra a sus palabras, a sus trastos de escribir y sus metáforas, bañado en la luz insondable de los fotones y aplastado por el vértigo cósmico que únicamente conocen quienes se han asomado, aunque solo sea con un bolígrafo y una libreta llena de garabatos, a los agujeros negros y sus madrigueras esféricas. Un día el físico emerge de su materia oscura, del reverso del universo en expansión, y salta sin titubeos de la antimateria a la antipoesía, que no es lo mismo, pero casi.
Su antipoesía, como la de Bukowski, es la vida en palabras, esa crónica pendenciera y deslenguada que fluye desde el Arcipreste a Quevedo y Villon hasta desembocar en Franz Kafka, su «maestro absoluto». Y estalla sin vuelta atrás en Obra gruesa (1969), donde Parra bucea en la poesía del yo, pero no del yo cutre y obsceno del ombliguismo, sino del «yo de la especie» que late bajo los versos con un murmullo milenario.
«Me interesa más el renacuajo que la rana completa», soltó Parra un día a Benedetti para explicar que ya no amaba la perfecta arquitectura de cuentos y novelas. Por eso decidió arrojarse a la imperfección bastarda, heterodoxa y visceral de su antipoesía.