Vienen peinados y repeinados de casa porque toca foto en el cole. Con sus lazos, sus rayas al medio, a la izquierda y el toque de gomina o lo que se usase entonces para domar las cabelleras díscolas. En la instantánea echamos en falta al maestro, que se adivina tutelando la escena desde atrás, escrutando cada movimiento y vigilando para que los chavales saliesen en el retrato aplicados y estudiosos, hincando los codos sobre la bancada. La disciplina era la marca de la casa y más cuando la posguerra aún coleaba en cuarteles, ultramarinos y reboticas. Pero, aun con toda esa losa de la historia encima, entrevemos la mirada asombrada y asombrosa del niño que es niño hasta en medio de un país en ruinas.
Mucho antes de que la burocracia regulase el número máximo de chavales por maestro y de que la demografía se tirase cuesta abajo por la gráficas del INE, las aulas se parecían a una de esas melés del rugby, con los críos felizmente amontonados en los pupitres sin distinción de edades.
El pupitre estaba arañado por la caligrafía arabesca de varias generaciones de plumillas Cervantes, que tenían que beber cronometradamente en el tintero horadado en lo alto de la mesita: una suerte de pozo o agujero negro en el que insectos reales e imaginarios se habían ahogado para convertirse luego, palote a palote, en literatura escolar y pautada.
Volver al cole, en los años cincuenta, era dejar la libertad selvática de la calle o la aldea —cuando los niños se criaban unos a otros y así sucesivamente— para entrar en el universo paralelo del dictado, que debe de ser lo más lejos de la épica de la Odisea que han llegado jamás las letras universales. Si uno erraba el tiro, o sea, enchufaba una uve donde correspondía una be, podía descubrir que la regla de madera del maestro tenía sobre los nudillos ciertos usos secretos que no habían previsto los enciclopédicos creadores del sistema métrico decimal. La escuela de entonces, antes de que la Logse y las consolas redujesen a cero megas la memoria del disco duro de la chavalada, consistía básicamente en hacerse con una buena letra, repetir con tonillo sabihondo la tabla de multiplicar y chapar a golpe de puntero el gran mapa de los ríos de Europa, porque la geografía física —la política no, claro— se consideraba la gran verdad inmutable con la que el niño podría manejarse por el mundo en el futuro (a ver adónde iba el cativo sin saber en qué coordenadas ejercitaban sus bíceps los remeros del Volga).
Mucho antes del iPad y demás tabletas, en los cincuenta, los críos recién peinados escribían en un pizarrín que también era portátil, porque se llevaba en el macuto, e incluso digital, porque el alumno lo garateaba con el dedo sucio de tiza y tinta, anticipándose medio siglo a Steve Jobs y sus cacharros. Tecnologías al margen, los niños de 1952 eran, en esencia, pillos y revoltosos como los que mañana vuelven al cole del 2011. Todavía hay un puñado de cosas que, afortunadamente, ni las pantallas ni el tiempo pueden liquidar.
Foto: Archivo de La Voz de Galicia/Alberto Martí Villardefrancos
Buenísimo Luís.Mi madre comenzó siendo maestra de escuela unitaria. Y con el baby-boom. Cuenta cada cosa, que realamente debía tener varita mágica, claro que ella dice que al estar todos juntos, los pequeños aprendían de los mayores, o los mayores echaban una mano con los pequeños.Luego ya llegaron otros tiempos, y mi madre, ya jubilada, sigue practicando la lectura, los crucigramas del País y de la Voz, y a veces, recordándo, dice: yo no sé como lo hice ¡pero el certificado de estudios primarios me lo aprobaban todos!, y muchos de sus alumnos, ahora son, de todo ¡ hasta políticos!, ops.
La foto es muy buena, el pillastre que mira, tiene cara de eso, de pillo, o de no entender tanta seriedad.Otra tiene cara de asombro 🙂
Un abrazo