La Voz de Galicia
Navegar es necesario, vivir no es necesario (Pompeyo)
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Hubo un cine que se hacía de carne y palabras, con guionistas enjaulados en su caravana tecleando hasta que les sangraban adjetivos por las yemas de los dedos y llegaba el regidor resoplando a buscar los diálogos porque había que rodar la siguiente escena en cinco minutos. Un cine construido con actrices insaciables, omnívoras y mimadas, de ojos delincuentes y letales, que siempre llevaban el salivazo de un insulto guardado en el liguero para escupirlo sin piedad al primer idiota que se les arrimase en la alfombra roja con la frase o la jeta equivocada.
A esa estirpe pertenecía la indómita Elizabeth Taylor, tal vez la última gran estrella de aquel firmamento irrepetible de cuando Hollywood era Hollywood y no esa triste sucursal de Wall Street que ha cambiado a los antiguos peliculeros por gélidos contables con manguitos. Aquel cine era la vida misma. Quizás porque en los camerinos se hablaba, se fumaba, se bebía y se hacía el amor como en la vida misma, y el celuloide, siempre permeable, se contagiaba de las broncas, los sueños y los adulterios que se perpetraban tras los biombos. Burton y Taylor, agigantados por el whisky y los divorcios, alzaban en la pantalla la fábula de sus propias desventuras y el espectador quedaba hipnotizado por aquel derroche. Ahora en los grandes estudios mandan ejecutivos que creen que el talento se puede subcontratar a una empresa auxiliar para recortar gastos y no se dan cuenta de que no recortan la factura, sino el propio arte. Aquel Hollywood era único porque era excesivo en todo y porque su historia no se escribió en los libros de balances, sino en los ojos de belleza casi diabólica de Elizabeth Taylor.