Me libré de la mili por inútil, porque me dijeron los del Ejército lo mismo que a Woody Allen en no sé qué peli, que en caso de guerra solo valdría para prisionero. Yo creo que ni eso, porque lo de las torturas lo llevo chungamente. Podría resistir lo típico: las cerillas ardiendo entre las uñas, unas descargas de miles de voltios en los cataplines o incluso que me enterrasen de cabeza en un hormiguero tipo La marabunta. Tal vez. Pero cuando me vendría abajo sin remedio, antes de que los malos tuviesen que recurrir al hierro de marcar, al maletín del dentista o al pozo y el péndulo de Poe, lo que me haría morder la famosa cápsula de cianuro de los espías, sería que los enemigos, siempre despiadados y escuálidos, qué pavos, me obligasen a tumbarme en una toalla a las tres de la tarde en una playa bien llenita de bañistas, sin gorro, ni camiseta, ni mandangas. Ahí sí que me desmorono y canto La Traviata. Esas sí que son torturas y no las chinas.
*Columna publicada hoy en la sección Rostro pálido de La Voz de Galicia
Pues yo en cambio no libré de la mili, es más, la hice de prisionero de aquellos malhumorados individuos. Estuve un año privado de libertad. Lo único que le agradezco a Aznar, es que hubiera dejado a los militares sin lacayos. A los guripas de hoy en día, como hay que pagarles, no se les puede ordenar ir a comprar las medias o los sujetadores de la ballena de la mujer de mi teniente chusqueiro. ¡Que barbaridad, menuda talla! Aunque es comprensible, para aguantar a aquel energúmeno eran necesarias entre 20.000 y 50.000 calorias/hora.