Hace tiempo que Estados Unidos despertó del llamado sueño americano. Tal vez ni siquiera sus habitantes, dotados de esa pincelada de ingenuidad que los hace entrañables para quien los mira sin las orejeras del antiamericanismo, llegaron a creerse del todo el decorado de sonrisas inmaculadas que retrataban los carteles publicitarios. Había un mundo sin edulcorar agazapado en los callejones y en los patios traseros, donde emerge lo mejor y lo peor del ser humano. Y a explorar ese fango vital se han dedicado sin tapujos algunas de las grandes voces de la literatura de Estados Unidos, entre las que sobresale desde hace décadas la narradora Joyce Carol Oates (Lockport, Nueva York, 1938).
Alfaguara recupera ahora, en traducción de Mari Carmen Bellver, una de las joyas de su narrativa breve: Infiel, una colección de 21 relatos publicada originalmente en el 2001 y que reúne textos editados previamente en las más dispares antologías y revistas (desde Granta a Harper’s y Playboy).
Si el título del libro —tomado del relato que abre la segunda parte del volumen— ya es suficientemente explícito, el subtítulo es quizás más revelador: Historias de transgresión. Porque la transgresión, en sus más variadas formas legales, éticas y morales, es el músculo que palpita sin pausa bajo estas 21 narraciones en las que los personajes son zarandeados por la vida e impulsados, con mayor o menor aquiescencia, a cruzar las delgadas líneas que separan una existencia supuestamente convencional de las aguas turbulentas del adulterio, el asesinato, la traición o el crimen.
No está aquí, como ya apuntábamos más arriba, el rostro amable de la sociedad contemporánea. Hasta los escenarios elegidos por Oates para plantear sus historias inciden en ese reverso sórdido de la realidad americana. Sus amantes deambulan por desvencijados moteles de carretera, por cafeterías que huelen a grasa requemada y por autopistas saturadas de tráfico en las que una mujer despechada tantea la muerte accidental del hombre que la ha abandonado.
A pesar de las furiosas cópulas con las que intentan aferrarse al amor, o al sexo, o como se llame esa colisión entre dos seres, los personajes de Oates están despiadadamente solos, estampados contra un hostil paisaje humano que evoca —aunque la cita sea ya un tópico— los lienzos de otro neoyorquino: Edward Hopper. Aunque, por supuesto, la literatura de Joyce Carol Oates no necesita de estas visualizaciones, porque ya vuela a miles de pies sobre el suelo con su descarnado retrato de un mundo en el que la muerte, la verdad o el mal se fabrican, se empaquetan y se comercializan igual que cualquier otro producto del hipermercado global.
*Reseña publicada en el suplemento Culturas de La Voz de Galicia. Ilustración: Morning Sun, de Edward Hopper.
Ya sé que un sólo título no debería ser bastante para enjuiciar a un escritor pero si el primero que lees no te agrada, desde luego no te anima a intentarlo con otros títulos. A mí me decepcionó tantísimo «La hija del sepulturero» que no sé… Claro que leyéndote a ti me parece que hablas de otra Joyce Carol Oates, de modo que quizá hasta haya una segunda oportunidad.
Un abrazo.
Pinta muy muy bien, y no me refiero sólo a Hopper.
Un abrazo
(a mí me toca cumplir el 24…)
El otro día Turner, hoy Hopper. Me alegro que cites y nos recrees la vista con imagenes de algunas de las obras más célebres de los grandes genios de la pintura. Este cuadro del llamado pintor de América,plasma mejor que nadie sendas características de dos no menos grandes maestros de la pintura universal. El tenebrismo, más bien cuasitenebrismo de Caravaggio, y aspectos de la pintura metafísica de Giorgio de Chirico.
Enhorabuena, tu blog cada día es mejor.
Gracias, Nano y Alfredo. Se hace lo que se puede. Un fuerte abrazo!