La Voz de Galicia
Navegar es necesario, vivir no es necesario (Pompeyo)
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No es el inicio de Bajo el volcán. Pero casi. Es parte del arranque de esta novela torrencial y, como dijo el otro, fieramente humana. Crónica de una autodestrucción, que también fue la autodemolición del propio Malcolm Lowry. Todo empezaba (o terminaba) el Día de de Muertos (en México no se andan con eufemismos) de 1939. Hace hoy setenta años. El libro contiene otra frase magistral perdida en medio de su prosa, cuando Geoffrey Firmin deambula por la calle y, de pronto, percibe cómo la acera se levanta hasta encontrarse con su rostro.

«Hacia la hora del crepúsculo del Día de Muertos, en noviembre de 1939, dos hombres, vestidos con pantalón de franela blanca, estaban sentados bebiendo anís en la terraza principal del Casino. Habían jugado primero al tenis, luego al billar, y las raquetas envueltas en fundas impermeables y cautivas en sus prensas -la del doctor, triangular, la del otro, cuadrangular- descansaban frente a ellos en su parapeto. Mientras se acercaban las procesiones que descendían serpenteando por la colina detrás del hotel, llegaban hasta ambos los sonidos reverberantes de sus cánticos; se volvieron para mirar a los dolientes, a los que sólo pudieron distinguir poco después como melancólicas luces de velas girando entre los lejanos haces de maíz. El doctor Arturo Díaz Vigil acercó la botella de Anís del Mono a M. Jacques Laruelle, que ahora se asomaba, absorto, por encima del parapeto».  (Bajo el volcán, Malcolm Lowry, Tusquets Editores).

Pero, en realidad, todo había empezado justo un año antes, el Día de Muertos de 1938, cuando durante 24 horas asistimos al desplome (literal) de Firmin y su vida.