La montaña mágica, de Thomas Mann, es uno de esos libros únicos que siempre habría que colar en las antologías de lo imprescindible que, cada equis años, suelen recopilar las revistas semanales y similares. Esta novela sobrecogedora, que convierte la tuberculosis en pura lírica, arranca con un prólogo que Mann titula, con agudeza, Propósito, y que contiene una frase de esas por las que merece la pena vivir toda una vida sólo para escribirla:
«Queremos contar la historia de Hans Castorp, no por él (pues el lector ya llegará a conocerle como un joven modesto y simpático), sino por amor a su historia, que nos parece, hasta el más alto grado, digna de ser contada (en este sentido, debemos recordar en torno a Hans Castorp que ésa es su historia, y que no todas las historias ocurren a cualquiera). Se remonta a un tiempo muy lejano; ya está, en cierto modo, completamente cubierta de una preciosa herrumbre y es, pues, necesario contarla bajo la forma de un pasado remotísimo».
La frase demoledora, claro, es: «No todas las historias ocurren a cualquiera». Y ahora, el inicio en sentido estricto de la novela, el que Mann escribió bajo las palabras Capítulo primero y La llegada:
«Un modesto joven se dirigía en pleno verano desde Hamburgo, su ciudad natal, a Davos-Platz, en el cantón de los Grisones. Iba allí a hacer una visita de tres semanas».