Para los griegos, aquellos juláis que nos enseñaron todo lo que hoy sabemos (e incluso adivinaron las cosas que ya nunca sabremos), un tipo ilustrado era el que podía leer y nadar, que eran las dos formas que tenían esos sabios ociosos de relacionarse con su mundo, el Mediterráneo, claro. Hasta se hizo un chiste (no sé si fue Woody Allen, creo que sí, pero ya digo que no lo voy a buscar en la Red, porque no me fío del Google, que lo mismo te dice que fue Gomaespuma que Kant que Woody Allen) sobre la célebre frase de Sócrates: «Sólo sé que no sé nada», que en realidad sería «sólo sé que no sé nadar», con el tío a punto de morir ahogado. Lo que pasa es que sus discípulos oyeron mal y todo acabó por liarse, hasta que el pensador se ventiló un copazo de cicuta (algo parecido al garrafón del sábado por la noche) y se salvó definitivamente de palmarla en el agua. Y, por supuesto, aquel malentendido, aquella letra de menos, acabó por cambiar la historia de la filosofía. Sócrates quería un cursillo de natación en la piscina municipal de Atenas, en horario de tarde para no madrugar, y en cambio se la metieron doblada con la ontología, la metafísica y demás pensamientos de relojería.
Vale. A lo que íbamos. Que esto se me está yendo de madre. En verano volvemos un poco a esa idea de dedicarse en exclusiva a leer y nadar, verbo que, como su propia etimología indica, describe el acto de no hacer nada, sólo que dentro del agua. Por algo la natación es el único deporte en el que no se suda, que es una cosa muy desagradable salvo en otro deporte que ahora no viene al caso, y menos hablando de Grecia.
El Atlántico, siempre encabronado, incluso en las largas tardes de julio, no es el Mediterráneo. Ni falta que hace, claro. Pero hasta en la orilla de espumarajos violentos de la playa del Mar de Fóra, pongamos por caso, uno puede engañarse durante unos momentos, como si se creyese que la vida consiste en eso, en leer y nadar. Y ya está. Luego, despertamos y no es que el dinosaurio siga ahí, como apuntaba Monterroso, es que nosotros somos los dinosaurios, que seguimos creyendo en los libros y la natación, como si no hubieran pasado ya 25 siglos de nada.
En la decoración de las ánforas o los mosaicos de aquellos tiempos pretéritos, los nadadores aparecen representados sobre mares de geométricas olas rizadas como grecas de azulejo. Surgen de las profundidades de la mar océana retratada, unos delfines, el dios Poseidón y los gigantescos leviatanes.
Hace algunos años con rumbo al estrecho, amanecimos en el mar de Alborán sin viento alguno,. El velero avanzaba a motor con un run run cadencioso que invitaba a seguir en el catre si no fuera por un sol cegador que inundaba la camareta con calor y luz penetrantes. Sobre la cafetera que desprendía un aroma intenso y pleno, se balanceaba un colgante con dorados delfines de metal que tintineaban, se golpeaban y destellaban como si jugaran entre ellos. Al abrir los ojos poco a poco para evitar la cegadora luz, llegué a pensar que seguía soñando, pues todo parecía perfecto y pulcro, incluso el cielo impoluto y el sol no parecían reales, pues a tan temprana hora ya lucía radiante.
Al subir a cubierta sentí en mi cara el escaso viento que producía el velero al avanzar sobre aquella calma chica. Al poco rato vimos asomar unos grandes lomos negros en nuestra amura de babor. Era una familia de calderones que se entretenían chapoteando en aquel limbo azul de gran transparencia y profundidad. Poseído por un impulso incontrolable, apague el motor y cuando la bomba escupió la última bocanada de agua por el costado, todo quedó en silencio mientras el velero avanzaba durante un tiempo por efecto de la inercia. Los grandes mamíferos marinos nos siguieron hasta que el barco se paró y quedó suavemente mecido por un imperceptible mar de fondo. Un bolígrafo en la mesa de cartas empezó a sincronizarse con el balanceo y el tintineo de los delfines de metal que nos llegaba desde la camareta. Aquellas ballenas asomaron sus cabezas y nos observaron con sus grandes y perfectamente redondos ojos negros. Me pareció adivinar en cada uno de ellos una expresión distinta, aunque no creo que pudiera distinguirlos más que por su tamaño, pues unos eran mas pequeños que otros y solo algunos enseñaban en su papada unas manchas blancas que quizás podrían servir para distinguirlos.
Sin precaución ni prudencia alguna, de los tres que compartíamos navegación, uno se quedó al cuidado del velero y los otros dos nos dejamos descolgar suavemente por la escalerilla de popa sumergiéndonos en unas azules, quietas y transparentes aguas que destellaban bajo la luz de la mañana.
Me he bañado en medio del océano a profundidades de miles de metros. En aquella aparente desierta inmensidad, no puedo evitar el pensar en las numerosas y extrañas criaturas que pueblan los fondos abismales que a miles de metros adivinas bajo tu cuerpo. Aquel día sin embargo, nos pareció que estábamos solos en un espacio infinito imbuidos en un tiempo que se había detenido. Los cetáceos, se acercaron a nosotros y sincronizaron sus cuerpos con nuestros movimientos. Dejaban que nos aproximáramos y casi podríamos llegar a acariciarlos sin poder alcanzarlos nunca. Con un leve y casi inapreciable movimiento, siempre mantenían entre nosotros y ellos un palmo de distancia. Los primeros en acercarse fueron unos mas pequeños, a los que siguieron otros más voluminosos. Uno de los más grandes se quedó quieto delante de nuestras cabezas. Parecía desafiante al principio, pero su mirada pronto tornó en inquisitiva y curiosa, pasando al final a parecer tierna y confiada. Sonreímos y nos pareció que el nos devolvió la sonrisa ¿Cómo podría ver la expresión de una sonrisa únicamente en la mirada de un ojo tan grande y negro que yo mismo podía verme reflejado?
Os doy mi palabra: los dos que aquel día nadamos entre ballenas piloto, cuando sacamos la cabeza para tomar aire, comentamos al unísono:
¿Has vito? Nos ha sonreído.
Muchas veces, el recuerdo de aquella mañana me sirve de bálsamo para los sinsabores de día a día. Quizás todavía viva aquella curiosa ballena que nos observó por breves momentos. Quizás sea la nieta de la que un día guió a los argonautas. Quizás las rizadas olas que se forman en la estela de mi velero, sean hermanas de las que inspiraron las olas de las ánforas y los mosaicos…
Conocí a alguien que pensaba que leer era no hacer nada, y, sin embargo, iba todos los días a nadar en las heladas aguas de Riazor, lo que para él era una manera de hacer algo porque le permitía mantenerse físicamente en forma. Luego se metía en uno de los bares de Rubine y se tomaba una caña mientras leía el Marca porque, decía, le ejercitaba la mente. Y además contaba unos chistes buenísimos, pero yo, que procuro no hacer nada leyendo todo lo que puedo, me olvido pronto de ellos. Saludos.
Prometeo, me has dejado abrumado con tu comentario, que parece un relato de Robert Graves, de esos en los que ensalzaba la antigua cultura del Mediterráneo. Preciosa historia, sí señor.
Guillermo, buena idea esa de «no hacer nada» leyendo. Leer es probablemente la mejor forma de no hacer nada.
Un fuerte abrazo a mis comentaristas de lujo.
De Robert Graves, agradezco especialmente su novela : “Las islas de la imprudencia”, Creo que retrata muy bien lo que Carballo Calero llamaba nuestro espíritu centrífugo. La almiranta de la mar océana, adelantada de las Islas Salomón, llamada en su época la Reina de Saba, buscó el sueño de su padre Pedro Barreto por el Oeste siguiendo la encomienda de aquél que desde Monforte se empeñó en buscar por el este. En esa misma tripulación prestaba servicios el hombre mas leal: Pedro Sarmiento, cosmógrafo, navegante, ilustrado autor entre otros de la Historia de los Incas del Perú y fundador de las primeras ciudades magallanicas. Coetáneo y rival de armas de Drake quien le manifestó públicamente su respeto y admiración, sufrió el abandono de su Rey y nuestra condena al ostracismo. Graves describe un episodio acaecido mientras estaban fondeados en una ensenada abierta al océano Pacífico. Los marinos alertan a la tripulación alarmados por una fuerte turbonada . Ante el griterío, la soldadesca piensa que son atacados y se enfundan corazas y blanden sus armas antes de irrumpir en cubierta. Al enterarse de que no es un asunto de guerra, vuelven a sus catres pues los oficiales deciden que los asuntos navales no son de su competencia. Los marineros sin ayuda alguna, tienen que levar anclas y la maniobra se hace más lenta y peligrosa. Esta historia relata magistralmente lo que nos ha pasado en el mar a lo largo de la historia, y ese celo competencial todavía creo que sobrevive en nuestros días
Prometeo, de Graves me fascina, desde que lo leí a los dieciséis años o así, su «Vellocino de oro», en el que reconstruye la epopeya de Jasón y los argonautas… Por algo la divisa de este blog es «Navegar es necesario, vivir no es necesario». Un abrazo.
Cuando tuve la fortuna de navegar por algo que no fuera por el simple hecho de navegar –que ya es bastante-, diseñé un blasón para nuestra encomienda. Consistía en un torque rematado en sus extremos por un sol y una luna, ambos con expresión y cara clásica. Un sol mofletudo de sonrisa amplia y una luna menguante de picara mirada. Dentro del tórculo navegaba una nao con su palo mayor y flechastres tensos formando un triángulo. Era un pequeño homenaje al “triángulo inscrito en la circunferencia” de Freixanes. Sobre el torque podía leerse un latinajo:
navigatio mágnum est.
Por no extenderme en explicar la circunferencia y las tres dimensiones que reivindicaban los viejos gremios de mareantes, solo os comento que a mi entender es una enseñanza muy útil si quieres ser navegante explorador y no de cabotaje.