La Voz de Galicia
Navegar es necesario, vivir no es necesario (Pompeyo)
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En una ocasión un jefe me soltó que escribía «demasiado literario». Coño, gracias por el piropo, repliqué yo, siempre tan incauto. Pero resulta que no era un elogio, que era que me iba a montar una pirula. En la bronca de rigor, el boss me echó en cara que, además de muchos adjetivos, en mis columnas se deslizaban demasiados guiños nostálgicos y, al filo de la treintena, me insistió, eso de andar meneando todavía la infancia era algo intolerable. Seguramente aquel jefazo tenía toda la razón, por eso él llegó adonde llegó y yo ando por aquí, trasteando con el blog. Lo siento sobre todo por mi madre, que tenía grandes esperanzas puestas en mí, aunque ya me advertía que era un fuguillas y que era mejor lo de «despacito y buena letra». Y yo, de despacito, nada; y la letra, hay días que no me la entiendo ni yo. Se ve que iba para médico, me curré una letra ilegible, y luego se me pasó lo de sacar el título de Medicina. Ya lo decía mi madre:

-No seas fuguillas, Luisiño.

Pero, nada, yo, a mil por hora. A lo mejor por eso he acabado colgado en la Red, que es el refugio ideal para los fuguillas profesionales. Y ya le estoy dando la razón al jefe aquel, dale que te pego con la niñez. Lo que pasa, como traté de explicarle al boss aquella entrañable jornada, es que nuestra generación, los que nacimos en los setenta, somos los que más cambios en menos tiempo hemos visto en la historia de esta Península. Porque, antes de llegar a la adolescencia, ya habíamos visto/intuido la muerte de Franco, una Constitución del trinque, la intentona golpista del 23-F y el ascenso de los sociatas de Felipe González al poder. Nada menos. Hombre, claro, el abuelito vivió más cosas, una Guerra Civil incluida, pero luego, durante cuarenta años, tuvo más de lo mismo con aquel tipo bajito de Ferrol en El Pardo.

Por eso, quizás, los de treinta y pico flipamos tanto con el regreso al pasado, un deporte onanista, sí, pero un entretenimiento inocente al fin y al cabo. Algo canosillos ya, sonreímos cuando vemos el kiosco plagado de deuvedés con los dibujos de la infancia, Heidi, La abeja Maya y, por supuesto, el pequeño capullo de Marco y la madre que lo parió, qué peñazo, de los Apeninos a los Andes, líbranos, Señor. Y ya alucinamos cuando a alguien le da por llevar al cine un argumento como Superagente 86, aquella serie de las tardes ociosas en la que Maxwell Smart y su colega 99 (en la foto) se batían el cobre, con la ayuda del incombustible zapatófono, contra los malvados agentes de la organización Kaos. Quién nos iba a decir entonces que todos íbamos a acabar con un zapatófono en el bolsillo de la chupa.